24 de marzo de 2010

Romero: expresión de la verdadera Iglesia

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24 de marzo: 30 años del martirio de Óscar Romero

El 23 de marzo de 1980, domingo de Ramos, Monseñor Óscar Arnulfo Romero, decía en su homilía:
“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla.
Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado.
La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación.
Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día mas tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.
Julio Carillo

Eran las palabras de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, el mártir de América, proferidas horas antes de su horrendo asesinato, ante un auditórium abarrotado de feligreses participantes que siempre le acompañaban atraídos por la justeza y valentía de su prédica, de su misión pastoral liberadora, plena de lucha, de esperanza, pero sobre todo plena de liberación. Para ello no necesitaba salirse de los principios doctrinales de su iglesia, bastaba buscar y difundir el mensaje de Jesús, de Cristo, que es la esencia de la doctrina católica. Allí está el núcleo del mensaje en la dignificación del hombre.
La pureza de su mensaje, el hondo contenido de sus homilías no eran nuevos. Ya en la del 11 de marzo de 1979 afirmaba: “La Iglesia tiene que despertar la conciencia de dignidad, la conciencia cristiana que nuestras comunidades van tomando a la luz del Evangelio, donde comprenden que un hombre aunque sea jornalero, es imagen de Dios. . . eso es Palabra de Dios que ilumina al hombre”. Con su verbo directo, de hablar suave pero firme, con palabras sencillas, demostraba la justeza de su tesis, confirmando lo del hombre a imagen y semejanza de Dios, el evangelio suministrando los principios para demostrar la igualdad de todos los hombres.
La homilía del 23 de marzo fue su condena a muerte. Al día siguiente, era asesinado de varios disparos mientras celebraba la Eucaristía.
Monseñor Romero, un hombre que interpretó los fundamentos, las raíces de la doctrina de la iglesia católica, que defendió la dignidad humana por cuanto al hacerlo defendía y honraba a Dios, un hombre que viera en la esencia de los tiempos actuales el verdadero papel de la Iglesia frente a su pueblo, y que concibiera esta misión como un deber de restaurar la imagen de Dios en nuestras hermanas y hermanos pobres y marginados, tenía que estar, como en efecto lo estaba, sentenciado a muerte. Sus asesinos intelectuales y uno material cumplieron su cometido, con ello trataron de asesinar la verdad, de acallar la voz de un pueblo, la tarde del lunes 24 de marzo de 1980, cuando presentaba su última y justiciera homilía en la capilla del Hospital de La Providencia, donde vivía. No vivía en un “Palacio Arzobispal”.

Romper el silencio profético
La misión pastoral de Monseñor Romero irrumpió en la realidad salvadoreña y latinoamericana que negaba (y aún niega) la dignidad humana. Como bien lo afirmó el reverendo Miguel Tomás Castro: “Esta Misión rompía el silencio profético de varios siglos, en medio de un sistema cuyas estructuras oprimen –y continúan oprimiendo y humillando- la imagen de Dios en nuestras hermanas y hermanos pobres y marginados”.
Y esa posición totalmente cristiana, profundamente humana, revolucionaria iba más allá de las palabras, por ello desde su condición de elevado representante de la iglesia católica y en una forma de llamado a sus implicados para despertarles, para que practicaran los verdaderos postulados de la Iglesia, para que le acompañaran y no le dejaran sólo en tan injusta lucha, exclamaba en su homilía del 28 de marzo de 1978: “La Iglesia no puede ser sorda, ni muda ante el clamor de miles de hombres que gritan liberación, oprimidos de mil esclavitudes.” Y en verdad, en eso se había transformado la iglesia salvadoreña y del mundo, en una institución ciega, sorda y muda frente al verdadero poder ideológico, militar y económico, el imperialismo norteamericano y sus lacayos: las 14 familias dueñas de El Salvador.

La reacción del poder
La fuerza de la verdad de sus palabras le transformó en un enemigo de grandes proporciones para los planes de sometimiento que tenían esos monstruos, esos asesinos, para con El Salvador.
Monseñor Romero pedía mucho, exageraba, se desbordaba en sus peticiones: “ justicia y paz para su pueblo y para sus pobres.” Por ello, el monstruo decide su liquidación física, eliminarlo, acallar la “voz de los sin voz”, creyendo que de esa manera liquidaban ese proceso de lucha.
Los poderosos acabaron con su vida en el interior de un pequeño templo mientras celebraba la Eucaristía. Pero él y su mensaje sigue viviendo en el pueblo.

Algunas de sus palabras
Entre sus muchos pensamientos destacan unos, plenos de valentía, de coraje y de conciencia, que revelaba claridad con respecto a su posición y lo que podría sucederle:
“En Medellín, se describió la situación de Latinoamérica y se llegó a decir esta palabra que a muchos escandaliza: en América Latina hay una situación de injusticia. Hay una ‘violencia institucionalizada’. No son palabras marxistas, son palabras católicas, son palabras de Evangelio; porque dondequiera que hay una potencia que oprime a los débiles y no los dejar vivir justamente sus derechos, su dignidad humana, allí hay situación de injusticia. Y dice Medellín esta frase lapidaria: si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, los pueblos que viven en subdesarrollo son una provocación continua de violencia” (Homilía 3 de julio de 1977).
“¡Ay de los poderosos cuando no tienen en cuenta el poder de Dios, el único poderoso, cuando se trata de torturar, de matar, de masacrar para que se subyuguen los hombres al poder! ¡Qué tremenda idolatría que le están ofreciendo al dios poder! ¡Tantas vidas, tanta sangre que Dios, el verdadero Dios, el autor de la vida de los hombres, se le va a cobrar bien caro a esos idólatras del poder” (Homilía 24 de febrero de 1980).
“A la Iglesia no le interesan los intereses políticos o económicos, sino en cuanto tienen relación con el hombre, para hacerlo más hombre y para no hacerlo idólatra del dinero, idólatra del poder, o desde el poder, hacerlos opresores, o desde el dinero, hacer marginados. Lo que interesa a la Iglesia es que estos bienes que Dios ha puesto en las manos de los hombres -la política, la materia, el dinero, los bienes- sirvan para que el hombre realice su vocación de hijo de Dios, de imagen del Señor” (Homilía 17 de julio de 1977).
“La consecución del bien común y la erradicación del mal común (objetivos de la recta política) dependen, en gran medida, de la participación ciudadana. Pero ésta para que sea cualificada y tenga real incidencia en el cambio social, requiere la existencia de ciudadanos y ciudadanas críticos, creativos y cuidadores”.

Por eso, por buscar la felicidad del hombre, por enaltecerlo frente al monstruo de la oligarquía y el imperialismo Monseñor Romero fue asesinado para que su voz, casi solitaria, irrumpiera posteriormente en millones de voces que protestan y luchan contra la injusticia.

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