31 de marzo de 2010

EL “VIA CRUCIS” NUESTRO DE CADA DÍA

Por
Oración comunitaria al caer la tarde del viernes
COMUNIDAD DE BEGOÑA. Madrid

En este rato de oración me propongo que pensemos nuestra vida en compañía de Jesús. El auténtico camino de la cruz lo conocemos todos. El final trágico de nuestro Señor lo tenemos presente. En la vida cotidiana encontramos momentos cargados, que no nos dejan ver el auténtico final de la historia: Jesús resucita. Nuestros días son un regalo para disfrutarlo a cada minuto. Cada momento es una oportunidad de encontrarnos con Dios y en Dios dar sentido a todo.

1ª estación: despertar a un nuevo día
El primer minuto del día, justo después de que suena el despertador o que mamá o papá me llaman para comenzar es un minuto glorioso. Cambiar de los sueños calentitos y arropados al frío mañanero y la luz tenue de la bombilla de bajo consumo que se va encendiendo poco a poco es un triunfo. Es el momento de empezar y esperar, con la canción, que “hoy puede ser un gran día”.

2ª estación: ponerse en marchaLa ducha, el desayuno, vestirme y dejar todo listo para salir de casa son cosas tan cotidianas que se parecen de un día a otro sin darnos cuenta de que el tiempo pasa. Vamos de forma casi automática haciendo estas tareas y cogiendo fuerzas para no desfallecer en las primeras horas de la jornada.

3ª estación: acudir al trabajo o al coleCon mayor o menor fortuna nos acercamos a nuestro lugar de trabajo, laboral o de estudio. En coche, en metro, en autobús, con atascos, retrasos, apretujones, maleducados, encarados, listillos… El camino se colma de baches cuando la cosa no va bien. Y cuando todo sale según lo previsto, se nos olvida.

4ª estación: convivirEn la oficina, el hospital, el cole… en todos los sitios en los que trabajamos tenemos personas a nuestro lado para convivir. Cada una de ellas tiene una historia personal, un humor diferente una mañana particular y muchas ganas de no estar allí. Nuestra tarea se realiza con otros, auténticos rostros de Dios, aunque, a veces, no lo parezcan.

5ª estación: atenderCuando el trabajo es de servicio público nos toca estar atentos a los demás con la mejor de nuestras disposiciones. No sabemos más que lo que nos vienen a contar, a pedir, a solicitar. Desconocemos sus sentimientos, emociones, gozos y tristezas que le acompañan y, sin embargo, debemos responder atinadamente. También Dios está ahí.

6ª estación: la casa te espera
Quedaron cosas pendientes por la mañana. El hogar es el lugar en el que estirar lo encogido y encontrar paz. La casa es el templo de nuestras cosas, nuestros recuerdos acumulados que debemos observar con devoción para no perder la perspectiva de quiénes somos y a dónde hemos llegado.

7ª estación: los padres de la criatura
Para nuestros hijos somos fuente de cariño y motivo de disgusto. “Qué mejor que dejar que cada uno haga lo que le parezca en cada momento”, piensan, “y que me arreglen los problemas después”. Para con nuestros padres somos el siguiente corredor de la carrera de relevos, la responsabilidad traspasada y el cuidado solicitado. La edad los hace diferentes y en casa parece que se multiplican los niños. Jesús dijo “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.

8ª estación: las extraescolaresParecemos taxistas, de acá para allá. Las extraescolares conforman una prolongación de la jornada escolar. En ellas invertimos tiempo y esfuerzo esperando un segundo idioma notable, una intérprete destacable, un deportista convencido, una primera comunión responsable. Turnos para llevar y recoger, salir y entrar en casa sin parar. ¡Cuántas esperanzas!

9ª estación: los deberesNo hay día que no pase por una buena sesión de trabajos del cole. Pueden ser cuadros de dibujo, una redacción de lengua o un examen de cono. Las matemáticas se complican y el inglés se atraviesa. Los deberes son compartidos por todos y todos esperamos la respuesta positiva a la pregunta ¿has hecho ya los deberes? Educar en la responsabilidad de estar preparados para construir un mundo mejor.

10ª estación: en torno a la mesaDesayunos, comidas, meriendas, cenas... Hay que proveer la nevera y la despensa de alimentos. Hay que hacer la lista, comprar, colocar, cocinar... y compartir. Esto lleva su tiempo y no siempre se valora. Los esfuerzos por “comer sano” se van al traste cuando, tras un día duro, no podemos más que preparar una pizza congelada. Y a veces la mesa se convierte en un campo de batalla: no me gusta, no quiero, otra vez pescado, yo quiero alitas de pollo... No olvidemos dar gracias por lo que compartimos en la mesa y por quienes hacen posible que tengamos la mesa puesta...

11ª estación: papeles y documentosLa consulta del oftalmólogo para mañana y el informe de la vez anterior, la carta del impuesto de las basuras, el acta de la reunión de la comunidad de vecinos… “la biblia en verso” y ahí está Dios, como en los pucheros de la santa de Ávila. ¡Ah! Y que no le pase nada al frigorífico o a la línea de teléfono. El “sistema” busca la manera de colártela. Es mejor que todo funcione como es debido porque sino tocará reclamar y buscar la manera de hacer justicia en este mundo, una justicia pequeñita… Pero por algo se empieza.

12ª estación: de la lavadora a la plancha
Si quedan fuerzas y ganas y si no para mañana. Los días pasan y se mancha la ropa. Hay que poner la lavadora. Cuesta empezar pero todos iremos más guapos con la ropa limpia y planchada. La plancha, las tareas del hogar, son lugares de santificación por el sacrificio y la generosidad de aquellos que tienen el carisma de hacerlo “como Dios manda”.

13ª estación: el telediarioEs nuestra ventana al mundo exterior. Es momento para darse cuenta de la multitud de seres humanos que en este mundo sufren y mueren de mala manera y lo poco que deberíamos quejarnos. La mayor parte de las cosas que vemos y escuchamos están muy lejos de nuestra realidad y sin embargo las sentimos como nuestras: “nada de lo humano puede resultarnos ajeno”.

14ª estación: vamos a la cama que hay que descansarEstamos llegando al final de este vía crucis. Sabemos que no termina todo al ocultarse el día. Mañana vendrá otro con sus estaciones correspondientes. Sabemos que al final resucita, por eso todas nuestras preocupaciones y anhelos los dejamos en su presencia, sabiendo que cobrarán sentido con la fe y la esperanza que creemos. El amor hará el resto y de eso solo nos examinarán.

Eclesalia, 26 de marzo de 2010

30 de marzo de 2010

Via Crucis

Por
Pedro Trigo sj

¿En qué consiste?
Es recordar con amor y agradecimiento lo mucho que Jesús sufrió por salvarnos del pecado. Te animarás a cargar con las cruces de cada día, si recuerdas con frecuencia las estaciones o pasos de Jesús hasta su muerte en la Cruz.

PRIMERA ESTACION: JESUS ES CONDENADO A MUERTE
Jesús condenado a muerte.
El juez delito no halló
pero a tortura mandó
al Nazareno inocente
porque era gente pudiente
quien acusó al carpintero.
El profeta verdadero
porque al pueblo defendió
como el Padre le mandó
fue colgado en un madero.

Este juicio no ha acabado.
En nuestra tierra encadenan
con calumnias y condenan
al que en pos del Crucificado
se haga del pueblo abogado.
Nadie escapa de este juicio:
o para encubrir su vicio
acusa al justo a traición
o peca por omisión
o mudo va al sacrificio.

En esta tierra, Señor
tú seguirás condenado
mientras siga abandonado
el profeta luchador.
Hoy el falso acusador
por nuestra gran cobardía
vence al justo en la porfía.
Fuimos cómplices, Jesús,
Te pedimos por tu cruz
honradez y valentía.

Jesús, los tribunales te condenaron sin justicia. Tú eres el hombre más justo que ha pisado esta tierra. Nosotros, Señor, estamos orgullosos de ti. Sabemos que no fue una confusión. Condenaron tu camino porque no quisieron entrar por él. Pero al condenarte, los jueces se condenaron a sí mismos. Y el proceso continúa. Hoy siguen condenando a tu cuerpo histórico. Por eso ante ti, Jesús reo, nos preguntamos dónde estamos nosotros, te preguntamos a ti dónde estamos. ¡Háblanos, Señor! ¡Desnuda nuestro corazón para que veamos en él nuestra verdad!
Jesús, condenado por la justicia del mundo, venimos hoy ante ti nosotros, tu pueblo oprimido y creyente. Somos los condenados de la tierra. Nos condenan al hambre, al desempleo, a la falta de servicios, al desprecio, al desamparo y a la represión. Y a veces también nosotros condenamos a nuestros vecinos, compañeros o familiares al abandono y al desprecio; a veces condenamos sin justicia para encubrir un pecado o por despecho o por rencor. Señor Jesús, justo y condenado, te pedimos la gracia de mantener la fe en ti y en nosotros porque tú no nos condenas sino que nos perdonas; y te pedimos también que juzguemos a los demás como tú nos juzgas a nosotros.

SEGUNDA ESTACION: JESUS CARGA CON LA CRUZ
Jesús con la cruz a cuestas
una cruz inmerecida
pero suya por querida
pues tomó todas las muestras.
Estas fueron grandes muestras
de su amor tan verdadero
pues cuando vio el paradero
de sus palabras y acciones
no mudó resoluciones
y cargó con el madero.

El pecado siempre tiene
dolorosas consecuencias
esas son sus penitencias.
Cargar con ellas conviene
así el orden se mantiene
y la falta se repara.
Pero el pecador se ampara
en la fuerza y la insolencia
para oprimir la inocencia
y al que es débil desampara.

Cruces cargan los patrones
de trabajos y desprecios
bajos sueldos y altos precios
sobre el hombro de los peones.
Cruces cargan los varones
al hombro de las mujeres
cuando prometen quereres
les dan hijos y abandonan.
A Cristo no lo perdona
quien no cumple sus deberes.

Jesús, te vemos cargado con la cruz: es la consecuencia de tu opción por nosotros. Por eso la llevas con ganas: es un orgullo para ti ser perseguido por causa de la justicia. Eres bienaventurado por tu fidelidad al camino solidario que tu Padre te marcó. Vas a la tortura y te obligan a cargar con el instrumento de tormento hasta llegar al lugar. Muchos se avergonzaron de ti; pero para ti no es una afrenta. Y, ahí vas, resuelto.
Jesús Nazareno, Maestro y Compañero, tú pediste que vinieran a ti todos los que se sienten rendidos y abrumados. Aquí nos tienes, Señor, con nuestra cruz a cuestas. Tú sabes, Señor, cuánto nos cuesta llevarla. A veces es una cruz merecida: es la paga de nuestro pecado. A veces, Señor, es esta cruz de la vida que nos la cargan encima sin justicia, como a ti. En este Vía crucis inmenso no estás solo, Nazareno. Danos, Señor, el alivio de sentirte a nuestro lado. Y que, al caminar contigo, caminemos como tú: con tus mismos sentimientos y en tu misma dirección.

TERCERA ESTACION: JESUS CAE POR PRIMERA VEZ
Débil por tanta tortura
y con el peso excesivo
de la cruz y el abandono
Jesús cayó contra el piso.
Allí sufrió con dolor
las patadas y los gritos
foetazos y maldiciones
que le dieron los esbirros.
Como pudo se paró
haciendo un gran sacrificio
y humildemente siguió
con dignidad su camino.

El se tuvo que caer
eso estaba sentenciado.
¿Como soportar él solo
el peso de los pecados?
El Cristo se derrumbó
por no brindarle una mano
y eso que eran nuestras culpas
las que cargó nuestro hermano.
Jesús se sigue cayendo
en tanto desamparado
y en quien se metió a ayudar
y luego fue abandonado.

Señor Jesús, estabas tan sobrecargado que no pudiste con tanto peso y caíste aplastado. Al verte derribado por tierra, te pedimos, Jesús, que no carguemos a nadie con las cargas que debemos llevar nosotros. Te pedimos que reconozcamos nuestras responsabilidades y carguemos con ellas. A ti, hermano Jesús, te dejamos solo, cargando con el peso de todos. Nos duele verte triturado por nuestras cargas. Por eso te pedimos que no dejemos solos a los que asumen responsabilidades en su hogar, en el vecindario, en el trabajo, en la escuela, en la vida pública. Te pedimos que nos des fuerzas para que asumamos cada quien nuestra parte de responsabilidad para que nadie caiga. Te prometemos hermanarnos con los que van demasiado cargados. Te lo prometemos a ti, Jesús caído, nuestro Señor.

CUARTA ESTACION: JESUS ENCUENTRA A SU MADRE
Jesús sintió su mirada.
Entre tanta indiferencia
desprecio y malevolencia
sintió el alma confortada
al ver a su madre amada.
Pero también tuvo pena
al ver a aquella azucena
tinta en sangre de dolor.
Pero sintiendo su amor
tuvo paz en su condena.

Tuvo paz en su condena
y eso que era inmerecida
pero yo por mi caída
de amargura el alma llena
preso arrastro mi cadena.
Cómo quisiera, Señora,
madre fiel, consoladora,
sentir tus ojos piadosos
me lavarán poderosos
de la maldad que en mí mora.

Sentiste el dolor de tu madre. Pero ¡cómo te confortó sentirla tan cerca, tan firme, tan digna! Ya sabías que no tenías nada de que avergonzarte; pero te confirmó y animó ver cómo ella daba la cara. Con los ojos te dijo que estaba orgullosa de ti, que ella no te veía derrotado sino fiel. Y ese diálogo mudo borró traiciones, abandonos, negaciones y condenas. Te mandan seguir. Y ella camina en pos de ti a la muerte, a la victoria.
Te pedimos, Jesús, hijo de María, que nosotros también podamos sentir la mirada de María. Tú nos la diste por madre. Que la miremos para que ella nos ayude a portarnos como hermanos tuyos. Que recibamos de sus ojos su perdón cuando somos tus enemigos. Que sintamos el bálsamo de su consuelo. Y que, fortalecidos con su mirada, podamos con ella acompañarte a ti; seguirte en el camino de la vida.

QUINTA ESTACION: UN HOMBRE DEL PUEBLO, CIRENEO, AYUDA A JESUS A LLEVAR SU CRUZ
Nacido había en Cirene,
Simón era un campesino,
venía de su conuco
pasaba por el camino
oyó tremendo alboroto
y entró curioso al gentío.
Se abrió paso hasta la calle
Cuando miraba aturdido
arrastrarse a un condenado
por la guardia escarnecido
lo señaló el oficial
lo reclutaron ahí mismo

Simón maldijo la suerte
de haber nacido en el campo.
Simón le gritaba a Dios
al sentir el desamparo
¿qué se le había perdido
en asunto tan ingrato?
¡Tanto ocioso en la ciudad!
¡El andaba en su trabajo!
¿Por qué a él esta deshonra
el abuso y el maltrato?
Para el pobre no hay derechos
sólo deberes y palos.

Mascullaba con razón
todo esto el Cireneo.
Pero también le admiraba
la dignidad de ese reo,
era extraña la paciencia
impresionaba el silencio
descubrió la majestad
de ese pobre carpintero.
Por eso cuando Jesús
volvió el rostro casi yerto
y la vista en él clavó
con gran agradecimiento
sintió Simón que su vida
tomaba otro rumbo nuevo.

El que empezara obligado
a seguir al Nazareno
se convirtió en su discípulo
al sentir que era hombre bueno.
Por eso al llegar al Gólgota
no quiso irse ligero.
A acompañar a su amigo
se quedó Simón resuelto
y cuando murió, a María
le presentó sus respetos.

Jesús, te ganaste al Cireneo. El fue empujado, obligado, y tú, con tu verdad de hombre entero, lo llamaste. El respondió y acabó de discípulo. En medio de tu dolor supiste apreciar la ayuda de este hombre. No caminabas encerrado en tu tormento, sino, como siempre, abierto a los encuentros, buscando convertirlos en salvación. Y el Cireneo tampoco se bloqueó al ser reclutado. También él dio lugar a que el acontecimiento en que involuntariamente se vio envuelto revelara su verdad. Y tomó partido por ti. En tu camino de dolor y muerte ¡qué alivio te dio este hombre! El tremendo alivio físico de ayudarte a cargar la cruz y el alivio aún mayor de su compañía humana, de su solidaridad.
Jesús, tú eres nuestro Cireneo. Tú no faltas en nuestras cruces, siempre echando una manito y llevándonos más allá. Y no sólo eso: Tú has sembrado de Cireneos este camino de lágrimas, de resistencia y de lucha. Te queremos agradecer tantas manos amigas, tantas manos tenaces, leales y fuertes. Te agradecemos porque tú estas en ellas. También te queremos pedir perdón por las veces en que nos hemos burlado de los Cireneos, por las veces en que los hemos juzgado como pura pérdida. Y sobre todo te queremos prometer que, en la medida de nuestras fuerzas y de las que tú nos das, también nosotros vamos a ser Cireneos de nuestros hermanos que cargan la cruz.

SEXTA ESTACION: UNA MUJER COMPASIVA LIMPIA EL ROSTRO DE JESUS
Dónde estaba tanta gente
a quien Jesús ayudó,
dónde los que lo aclamaron
al entrar en procesión,
dónde quienes lo escuchaban
con agrado y devoción,
dónde los muchos sanados
del cuerpo y del corazón.
Algunos no se enteraron:
Jesús fue preso a traición,
otros presenciaban mudos
el espectáculo atroz,
qué podían hacer ellos
cuando el torturador
era el ejército armado
orden del gobernador.
Entre el miedo y la impotencia
sufrían un cruel dolor.
Una mujer dio la cara,
sólo ella tuvo valor,
no soportó ver a Cristo
sufriendo y sin valedor
y con un paño mojado
alivio a su rostro dio.

No supo qué hacer la guardia;
los contuvo la sorpresa,
el cortejo se detuvo
y ella con delicadeza
con sus manos dibujó
el rostro del gran profeta.
Repuestos ya de la audacia
le gritaron que se fuera,
ella los miró a la cara
y se retiró serena.
Quedó en el paño la faz
de Jesús muy bien impresa.
De su acto de valor
fue el recuerdo y recompensa.
Pero un tesoro mayor
la Verónica conserva:
el rostro le dio de Cristo
el don de las manos nuevas
manos que a Jesús tocaron
colmáronse de obras buenas:
manos de salud y vida,
manos de lucha y protesta,
mano tendida al caído,
manos de rezo y de fiesta.

El paño húmedo de Verónica te alivió la cara y la delicadeza de sus manos te refrescó el corazón. En un momento tan duro ¡cómo te confortó el gesto de esa mujer! ¡Cómo se lo agradeciste, tú, Jesús, defensor de la mujer en esa sociedad machista! Tú supiste llegar al corazón de tantas mujeres y llevarlas a la autoestima y al don de sí, las defendiste sin tregua, las curaste de males físicos y anímicos, las perdonaste y las admitiste en tu compañía como compañeras y discípulas, y en esta hora ingrata, en las manos de Verónica percibiste el don de todas ellas y lo aceptaste. Ahora te tocaba recibir a ti y recibiste agradecido ese cariño solidario.
En nuestro continente y en nuestro país hoy hay también muchas Verónicas. Tú conoces, Señor, su íntima debilidad. El secreto de su valor y de su capacidad de ayuda es tu secreto: la misericordia. Te pedimos, Señor, a ti, que tuviste misericordia de ellas y recibiste su misericordia, que les sigas dando ese don de la compasión. Sin ella no sería posible la vida en nuestra sociedad. Que no se cansen, Señor, de ser misericordiosas. Y que los varones aprendan de ellas ese secreto tuyo: la fortaleza que nace de la compasión.

SEPTIMA ESTACION: JESUS CAE POR SEGUNDA VEZ
Jesús estaba agotado,
se derrumbó contra el piso
cayó con todo su cuerpo,
como un árbol abatido;
la policía se teme
que no llegue hasta el suplicio
y un valde de agua le arroja
pa'espabilarlo un esbirro;
el cuerpo le reacciona
y Jesús con sacrificio
logra pararse de nuevo
y prosigue su camino.
Ya no puede más Jesús,
soporta un peso excesivo;
hay cargas tan abultadas
que no las aguanta Cristo,
hay dolores tan acerbos
que hasta derriban al Hijo.
¿Cómo, Señor, prevalece
el mal sobre el hombre digno?
¿Cómo Jesús aplastado
por un poder asesino?
Como pudo él se paró
y siguió hacia su destino

Jesús, tú te nos apareces como un caído, como un derribado, como una persona aplastada por la vida. Jesús, ayer estabas en la flor de la edad y en la cúspide de la popularidad, y ahora te vemos mordiendo el polvo, como los vencidos. Pero tú sigues siendo nuestro Señor. Así como te vemos, caído, te proclamamos nuestro Señor.
Pero entonces, Señor, ¿por qué adoramos a los que tienen éxito, por qué nos apuntamos al triunfador, por qué damos la razón al que está arriba, por qué damos la espalda al que está por los suelos, por qué le quitamos la razón? Señor Jesús, ante ti que estás contra el suelo, prometemos no avergonzarnos del caído, no volver la cara ante el amigo en desgracia. Prometemos no despreciar al "pata en el suelo". Danos verte en ellos, Señor.

OCTAVA ESTACION: JESUS CONSUELA A LAS MUJERES QUE LLORAN POR EL
Muy lento avanza el cortejo.
Poco a poco se da cuenta
la gente fiel, del suceso,
y acompaña al gran profeta;
las mujeres, más valientes
a gritos ya se lamentan
y golpeándose los pechos
lanzan al aire sus quejas,
le piden a Dios perdón
y a la justicia condenan
y dicen: ¡Ay qué dolor
qué luto pa'nuestra tierra
que al más bueno de los hombres
lo estamos echando de ella.
Precioso como una orquídea
erguido como una ceiba
dabas más frutos que el mango
y te han talado sin pena.
Tus ojos como un estero
reflejaban las estrellas,
vimos a Dios al mirarte
y ahora tu rostro nos velan.
Pobre Jesús, tan amado
¡cuánto odio cargas a cuestas!

Jesús apenas tiene habla
su dolor no le da tregua,
pero al oír los lamentos
de esas dignas compañeras
deja a un lado su dolor
y con amor las consuela,
que sólo quien sufre penas
sabe aliviar las ajenas.
Jesús les abre los ojos
les hace ver lo que llega,
tiempos malos en verdad
que exigen mucha entereza.
Les dice: no es excepción
esto que ustedes contemplan,
no es una equivocación
sino la ley de esta selva,
al que siga mi camino
este destino le espera.
No lloren sólo por mí
mujeres de nuestra tierra
que a ustedes y a sus hijos
les harán mucha más guerra.
Pero manténganse fieles,
pronto acabarán las penas.

Desde la medianoche no oías sino acusaciones, insultos, burlas, el chasquido del látigo que descargaba sobre tus espaldas y el ruido soez de las bofetadas. Todo era furia y encono. Por eso esas lágrimas compasivas de las mujeres caen sobre tu pecho como agua mansa, apaciguándolo. Son lágrimas amorosas que restañan heridas del corazón. Tú te abres a esas lágrimas solidarias y devuelves el don abriéndoles los ojos a lo que viene y preparándolas para hacerle frente.
Aquí se revela, Señor, esa lógica salvadora: Sólo da cristianamente compasión quien al darla se abre también a su vez para recibirla del necesitado de compasión. Porque sólo quien necesita misericordia es capaz de darla. Los misericordiosos son los pobres, los que lloran, los que tienen hambre. Esa es la unidad profunda de tus bienaventuranzas.
Señor, consolado y consolador, te pedimos la gracia de dar y de recibir misericordia. De sabernos necesitados de compasión y de abrirnos a tantos otros que la necesitan. Y tú, sigue, Señor, teniendo misericordia de nosotros.

NOVENA ESTACION: JESUS CAE POR TERCERA VEZ
Por tercera vez cayó
Jesús de puro agotado
está en la flor de la edad
y ya es un hombre acabado.
Una noche de agonía
la traición de un allegado
el abandono de amigos
la condena del Estado
la tortura de la guardia
el látigo de los soldados
el odio de sacerdotes
la indiferencia de tantos
derribaron a Jesús
y en el piso está postrado;
es una masa de sangre
de polvo, sudor y espasmos.
Míralo bien, compañero,
no te avergüence mirarlo,
pídele a Dios comprender
este misterio sagrado
no tiene figura humana
y es un hombre consumado
rechazado por los jefes
y él se empeña en ser su hermano.

Jesús, caído en el piso, ¿tienes fuerzas para levantarte? ¿Te echarás a morir ahí mismo? ¿No tienes ganas de decir: ¡Basta! ¡No puedo más!? Y es que en verdad no puedes más. Ya no te quedan más fuerzas. Sí te provoca no moverte, quedarte ahí postrado a esperar tu muerte. Y sin embargo tienes que seguir. Por eso, sacando fuerzas de flaqueza, te incorporas y , echando el resto, das un paso, te tambaleas; pero sigues tu camino.
Señor Jesús ¡cuántas veces hemos sentido nosotros que no tenemos remedio, que, para qué levantarnos, si caeremos de nuevo! Señor, nosotros nos hemos resignado a vivir caídos. Pero, al verte levantándote siempre, reconocemos que nos hemos rendido antes de tiempo. Al verte moribundo y luchando nos sale del fondo del corazón admirarte y pedirte tu valor. Queremos pedirte, por tu esfuerzo sobrehumano, que nunca nos consideremos un caso perdido. Y que, al saber que tú te levantaste para que también nosotros nos levantemos, la fe en ti nos dé las fuerzas que nos faltan. Y que, sabiendo que nos tiendes siempre la mano, no nos falte la esperanza. Te lo pedimos Jesús, caído y levantado, nuestro Señor.

DECIMA ESTACION: JESUS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
Las pertenencias de Cristo
son el manto, la correa
las sandalias y una túnica
hecha toda de una pieza
por su madre con amor.
Ni una vara de vera
ni bolsa pa'las vituallas
ni tampoco la cartera.
Jesús sacó libertad
de su desnuda pobreza.
Nunca pudo ser comprado
quien no ambicionó riqueza,
por eso, su autoridad
su palabra verdadera
y su gran movilidad
sin casa fija ni hacienda.
Desnudo nació Jesús
no en la cuna, en pesebrera,
despojado morirá
en el monte Calavera.
Las ropas empegostadas
en las heridas ya secas
los soldados las arrancan
y las heridas chorrean.

Las ropas se las sortean.
No se las dan a su madre,
los dados decidirán
quién la túnica se guarde.
Le han quita'o todo a Jesús
como a tantos miserables,
el fuerte se lleva todo
el poder todo lo barre.
Está desnudo Jesús
todo cubierto de sangre
destrozado, sin belleza
pero entero, sin quebrarse.
Cuando Adán y Eva pecaron
y oyeron a Dios llamarles
sintieron mucha vergüenza
y corrieron a emboscarse.
Este nuevo Adán no tuvo
nada de qué avergonzarse,
nos puede mirar de frente
él no tiene que ocultarse
es el cordero inocente.
Pide a Jesús que su sangre
lave del todo tu mente
y de la ambición te guarde.

Jesús ¿qué sentiste al ser despojado de tus vestidos? ¿Indignación, pena, desamparo? Ciertamente tuviste que sentir un gran dolor pues tus ropas estaban pegadas a las carnes con la sangre reseca y el sudor. También sentirías la paz de la desnudez: Para morir estabas como naciste, desnudo salías del mundo como habías entrado en él. "Dios te ampare" se dice a veces para desentenderse de alguien. Pero en ese momento era cierto que sólo te cubría el amor infinito de tu Padre. En esa hora suprema no estabas para vergüenzas sino para la oblación. Te quitaron todo y tú te entregaste por completo. No sólo dabas a tus enemigos rapaces tus pertenencias. Les diste también el perdón que no te habían pedido.
Señor despojado ¿no fue suficiente tu despojo? Mira cuántos despojados, cuántos empobrecidos, cuántos desnudados. Cuántas personas sufren sin consuelo vergüenza y desamparo. Señor, que al contemplarte a ti como ellos, se sientan acompañados, se sientan cubiertos por tu dignidad. Sientan que no los han profanado, que no les han quitado el respeto. Que, cubiertos con tu desnudez como un chaleco antibalas, salgan a reconocerse, a respetarse mutuamente y a hacerse respetar. Así no habrá sido vana tu afrenta.
Te pedimos también la gracia de no despojar a nadie, de no avergonzar a nadie, de no faltar el respeto.
Te pedimos finalmente que repartamos nuestras propias pertenencias, que aprendamos a compartir la vida sin despojar a nadie para apropiarnos de lo suyo. Te lo pedimos a ti, Jesús, el despojado, el que todo lo entregó.

DECIMO PRIMERA ESTACION: JESUS ES CLAVADO EN LA CRUZ
Quien de un madero cuelga
ese es un hombre maldito
así lo dice la Ley,
eso en la Biblia está escrito
por eso sus enemigos
crucificaron a Cristo
para quitarlo del medio
y de deshonra cubrirlo.
Muerte de esclavo le dieron
de rebelde y de proscrito.
Bien merecido lo tuvo
pues siendo pueblo oprimido
se atrevió a vivir muy libre
y a liberar al cautivo,
denunció a la autoridad
estando el pueblo reunido
y blasfemando insolente
sostuvo que su camino él
sus acciones y palabras
eran las del Padre mismo.
Por eso falló el senado:
paganos aborrecidos
no gente del pueblo fiel
le aplicarán el castigo.

Jesús murió torturado.
No bastaba con matarlo,
deseaban que sufriera,
quisieron atormentarlo
que se quebrara por dentro
que no pudiera aguantarlo
que suplicara al verdugo
o muriera blasfemando.
Había sido tan digno
tan entero y tan gallardo
que sus ruines enemigos
necesitan destrozarlo.
Es la compulsión morbosa
del que a la luz se ha cerrado
y se revuelve contra ella
pa' no verse evidenciado.
Jesús entre tanto reza,
es libre aunque clavado
y hará de esa muerte atroz
su acto más consumado
y así perdona al verdugo
y da el cielo al condenado
entrega su madre a Juan
y de Dios se echa en las manos.

La cruz, Jesús, para muchos cristianos es un adorno, incluso una joya que resplandece y que los ladrones codician. Pero tu cruz fue, Señor, una tortura. La tortura de los esclavos y de los rebeldes. Una tortura espantosa e infamante que acababa en la muerte. Tú eras, Señor, un torturado. Quien resucitó eres tú, el torturado. Tomás no se fió de la palabra de sus compañeros, pero tenía bien claras tus señas: él sólo reconocería al torturado. Y tú sigues siendo, Señor, el torturado.
Tu presencia nos resulta revulsiva y por eso te inventamos otras figuras que podamos mirar sin que nos causen inquietud, sin que nos saquen de quicio. Porque un torturado es para nosotros una excepción, un caso extremo, y no el que, clavado en medio de la historia, saca a la luz la verdad oculta de nuestros pretendidos órdenes. Nos resulta intolerable que tú hayas quedado fijado en la historia como torturado. Y sin embargo, Señor, sólo si te miramos de frente podrá entrar en nuestro corazón la verdad que conduce a la vida, la que nos obliga a golpearnos el pecho y a cambiar de camino. Por eso te pedimos, Señor, valor para verte en la tortura y para preguntarnos dónde estamos nosotros en este drama que a todos nos concierne y que no admite espectadores. Señor, que te miremos como te vieron María y Juan y Magdalena. Que te miremos como te vio el ladrón a quien tú prometiste el Reino. Señor torturado, que no nos escandalicemos de ti.

DECIMO SEGUNDA ESTACION: JESUS MUERE EN LA CRUZ
Jesús no murió de anciano
satisfecho y bien querido
ni de muerte natural.
Jesús murió escarnecido
y no fue un antisocial,
ni un terrorista atrevido;
lo mató la autoridad
y no un hombre enloquecido.
He aquí el misterio del mal:
sacerdotes y políticos
los ricos y militares
mataron a Jesucristo
para ocultar sus desastres.
Por no cambiar de camino
los que oprimían al pobre
se volvieron asesinos.
El que peca quita vida.
Por la cruz hemos sabido:
quien mata pone la mano
en la carne de Dios Hijo.
Quien asesina los cuerpos
quien mata honra o cariño
los que al pueblo sacrifican
verdugos son de Dios mismo.

Mas si un abismo de mal
descubrió la cruz de Cristo,
otro abismo de bondad
nos abrió su sacrificio.
Jesús murió asesinado
oró por sus asesinos.
He aquí el misterio de amor
que nos grita el Crucifijo.
Ni el hijo pidió venganza
ni el Padre acudió en auxilio.
Jesús murió perdonando
a sus crueles enemigos.
Como opresores del pueblo
los había combatido,
mas como personas que eran
siempre buscó convertirlos,
ellos cerraron sus almas
decretaron destruirlo,
él con los brazos abiertos
murió para recibirlos.
Sangró el Padre de dolor
al ver rechazado a su Hijo
y aceptando su perdón
en silencio lo bendijo.

Jesús muerto: No oyes, no ves, no sientes, no estás. Eres un muerto. Te hemos asesinado. Tu Padre te envió para invitarnos a su banquete. No te mandó a ajustar cuentas sino a perdonar, a comenzar de nuevo, a hacernos a todos de tu familia. Y tú te hiciste nuestro hermano, con lo que nos hacías hijos de Dios. Y el resultado de esta proposición es que te quitamos del medio, mejor dicho te exhibimos como el ejemplo de lo que no debe hacerse, te colgamos en la vía pública para escarmiento de todos. Señor, estamos locos. Perdónanos, Señor, que no sabemos lo que hacemos.
Pero lo más grave, Señor, es que te seguimos matando. Te seguimos quitando del medio. Lo que hacemos con nuestros hermanos pequeños, contigo lo hacemos. Y matarte a ti, Señor, es matar a la vida, a nuestra vida. Perdónanos, Señor, que no sabemos lo que hacemos.
Nosotros, Jesús, te matamos. Y tú entregas tu vida. Al matarte morimos. Pero tu vida entregada nos da nueva vida. Y tu Padre acepta tu entrega, acepta tu perdón y sigue siendo nuestro Padre y se consuma como Padre nuestro. Ya nada nos separará de tu amor. Por eso te pedimos, Señor, que no caigamos en el único pecado definitivo: que no cometamos el pecado de no creer en tu amor. ¿Qué más podías hacer tú, qué otra cosa podía hacer tu Padre para demostrar el amor que ambos nos tienen? Jesús muerto, que creamos en tu amor, que dejemos entrar a tu amor en nuestras vidas y que tu amor nos dé vida eterna.

DECIMO TERCERA ESTACION: JESUS ES DESCLAVADO,BAJADO DE LA CRUZ Y PUESTO BRAZOS DE MARIA
¿Cómo a Jesús desclavar
sin desgarrar más su cuerpo?
Juan, Nicodemo y José
eran amigos del muerto
y por eso este trabajo
hicieron con gran esmero.
Lentamente descolgaron
de la cruz el cuerpo yerto
y en los brazos de su madre
lo pusieron con respeto.
Traspasada de dolor
María no pudo verlo,
el manantial de sus lágrimas
formaba un tupido velo.
Lo vio con el corazón
en Belén desnudo y tierno
sin casa y cuna y con frío
pero sentía contento
pues ya estaba en este mundo
el salvador de su pueblo.
Lo vio con José creciendo
convertido en carpintero
lo vio llenando la casa
de la alegría del cielo.

Lo vio salir una tarde
a predicar su evangelio
y desde entonces sus vidas
ya no sabe qué se hicieron.
Los paisanos y parientes
a Jesús desconocieron.
Con alegría y cariño
lo acogieron los pequeños.
Lo seguían multitudes
él curaba a los enfermos
acariciaba a los niños
y con palabras y gestos
a quien el alma le abría
él le enseñaba a ser bueno.
Pero los intelectuales
los poderosos y el clero
le cerraron las entrañas
y lo colgaron de un leño.
¿Qué les hizo mi Jesús?
llora la madre con duelo
¿Cómo, ciegos, no comprenden
que él traía su consuelo?
Pero aún es tiempo, mis hijos,
de remediar ese yerro.

María, te vemos sumida en tu dolor, apretando en tu regazo a tu hijo destrozado. Te vemos llamando al Padre, convertida en pregunta y lamento. Permítenos hablarte porque nosotros no somos ajenos a este drama. Porque Jesús dio por nosotros su vida. Porque en la cruz él te hizo nuestra madre. Porque fuimos nosotros, unos más y otros menos, en todo caso fuimos nosotros, los seres humanos, quienes hicimos eso con tu hijo, con nuestro hermano. Ya está hecho. No vale ninguna excusa. Ya sabemos adónde podemos llegar. Ya sabemos quiénes somos. De nosotros ha salido la muerte.
De ti depende, Madre, que de nosotros salga también la vida. De ti depende que no vuelva a salir más muerte. De ti depende que nosotros, los hijos que te quedan aquí en esta tierra, renazcamos semejantes a Jesús. Nosotros reconocemos, como lo reconoció el jefe de la guardia, que nuestra víctima era un hombre justo, que tu hijo es el Hijo de Dios. Queremos que este reconocimiento parta en dos nuestras vidas, como partió el velo del templo. Pero nuestro querer vuela más alto que nuestras fuerzas. Tememos, Madre, volver a destrozar a tu hijo, tenemos miedo de seguir destrozando el cuerpo histórico de Cristo que son nuestros hermanos, sobre todo los más pequeños. Por eso te pedimos por ese mar sin fronteras de tu dolor que nos ayudes a transformarnos como tu hijo Jesús. Pídeselo, Señora, a su Padre, que él nos dio como padre nuestro.

DECIMO CUARTA ESTACION: JESUS ES SEPULTADO
Hombre rico y previsor
José el de Arimatea
tenía la tumba lista
pa'cuando Dios dispusiera.
Con orgullo cedió a Cristo
su lugar bajo la tierra.
El cortejo de los fieles
hasta allí con entereza
llevó el cuerpo de su jefe,
luego con delicadeza
le restañó las heridas
lo lavó y cubrió con vendas.
Al dejarlo allá en lo oscuro
el corazón de tristeza
les golpeaba muy duro.
Cuando la piedra se cierra
al suelo bajan la vista
y la fe se tambalea;
su amor sigue todo entero
pero ahora ¿qué nos espera?
se preguntan a sí mismos.
La madre saca las fuerzas
de su abismo de dolor se
y mirando los consuela.

Ansiosos todo observaban
los jefes y principales.
Cuando se cerró la tumba
se miraron muy triunfales
respiraron aliviados
y se fueron muy compadres
a celebrar una fiesta
esos hombres criminales.
Podían dormir tranquilos:
quien denunciaba sus males
quien al pueblo reunía
quien sembraba lealtades
valor, respeto y conciencia
el que a Dios llamaba Padre
yacía bajo la tierra.
Si no acudió a rescatarle
es que no estaba con él
no era su representante;
ellos en cambio sí lo eran
por eso estaban triunfantes.
Ignoraban que la historia
de Jesús aquella tarde
abría a todos los pueblos
traspasaba las edades.

Ha caído la losa. Ya no te vemos. Tus restos están en tierra. Y tú ¿dónde estás? En la tortura gritaste: "Todo está acabado". Nosotros sabemos que eso no fue la confesión de tu derrota irremediable. No te vemos. Pero tú no eres un caso acabado, ni tu causa está vencida. Por eso no decimos: paz para tus restos; y ni siquiera: descansa en paz. No te vemos, pero creemos que el Padre, más que la madre tierra, te ha acogido en sus brazos. Moriste echándote en brazos de Dios y sin sentirlos. Pero ellos estaban esperándote al otro lado. No quisieron pasar a éste para no quebrar tu obra ni la nuestra. Pero tú no te hundiste en la tiniebla, no caíste al abismo sin fondo de la nada. Pasaste a mejor vida. Te acogió tu Padre, te inundó su gloria.
Ha caído la losa y tú, de los brazos de tu Padre, proseguiste tu misión: bajaste a los infiernos, a nuestros infiernos privados y sociales, a aquellas zonas tenebrosas a las que no tenemos acceso, a las que no alcanza ni la luz de la conciencia ni el mando de la voluntad. Bajaste a coronar en ese reino rebelde y miserable tu obra de liberación. Te acabamos de sacar de esta tierra y tú sigues dando la batalla por nosotros. No tienes remedio. Realmente que nada es capaz de echarte para atrás en tu designio de darnos vida. Ya nada podrá separarnos de tu amor. Por eso ante tu sepulcro sellado arde la llama de nuestra esperanza que tú prendiste en nuestros corazones. Te pedimos que esa sea la luz con la que andemos por la vida y la llama que nos mueva a seguir tu misión.

Vía Crucis de Cristo y del Cristiano

Por
Reflexiones sobre la práctica piadosa de la meditación de la Pasión de nuestro Señor.

El período de la Cuaresma propicia la práctica piadosa del vía crucis. Es una manera muy fructífera de preparar el alma, día tras día, semana tras semana, al encuentro con el Divino Paciente en la trágica -y gloriosa- Semana santa.

Cada estación de las catorce de que se compone actualmente el vía crucis golpea, como un grito potente, nuestra conciencia de cristianos que «con temor y temblor», pero también confiadamente, caminamos, con nuestros pecados a cuestas, hacia el Gólgota redentor, y hacia la casa del Padre. Al recorrer con la Iglesia cada uno de esos misterios dolorosos, sentimos que el dolor es un gran misterio, si el mismo Hijo de Dios ha querido atravesar la estrecha puerta de acceso y morar en él como en un santuario en el que todo hombre entra alguna vez y en el que define su ignorancia y miseria, al igual que su grandeza espiritual y su elevación religiosa. Juan Pablo II ha escrito: «Mediante el sufrimiento maduran para el reino de Dios los hombres, envueltos en el misterio de la redención de Cristo» (Salvifici doloris, 21).
El vía crucis es recuerdo, memoria histórica, enlace amoroso con aquel primer vía crucis que, desde el pretorio del gobernador romano hasta el monte Calvario, recorrió Jesús de Nazaret, nuestro Camino y nuestro Salvador. Fue, por ello, en Jerusalén donde los cristianos, ya desde los siglos IV y V, quisieron acompañar a Jesús siguiendo sus pasos. El Itinerario de Egeria, a fines del siglo IV, describe el momento: «Todos atraviesan la ciudad hasta la cruz. (...) Cuando se llega a la cruz se lee el texto evangélico en el que se narra que Jesús fue conducido a Pilato. (...) Todos desfilan; inclinándose, tocan la cruz con la frente y la besan, pero ninguno la toca con las manos». Con el pasar de los siglos, el «camino de la cruz», vivamente presente en la conciencia cristiana, fue adquiriendo número y forma. Se comenzó con siete estaciones -que representaban siete caídas- para subrayar la plenitud del sufrimiento tanto de Cristo como del cristiano. Hay tal vez un eco sapiencial en este número simbólico, un eco de todos los justos sufrientes de la historia, que alcanza en Cristo coronación suprema y sublime: «El justo cae siete veces, pero se levanta» (Pr 24,16). Y, al levantarse Cristo de la tierra y al ser levantado del suelo sobre el madero, «atraerá todo y a todos hacia sí» (cf. Jn 12,32).
De Jerusalén pasa el vía crucis a Europa al alba del segundo milenio cristiano. La atención prestada a la humanidad de Jesucristo por los monjes de Cluny y del Císter, primeramente, y, luego, la devoción de san Francisco de Asís por la pasión del Señor, contribuyeron a la formulación de las catorce estaciones, tomadas de los Evangelios y de antiguas tradiciones, pero variables en algunas de las escenas representadas. El vía crucis tradicional, atestiguado en España en la primera mitad del siglo XVII, encontró en el siglo siguiente un propagador convencido en san Leonardo de Puerto Mauricio, franciscano, que llegó a erigir más de quinientos setenta vía crucis. En el año 1750, a petición del Papa Benedicto XIV, lo erigió en el Coliseo, allí donde durante tres siglos muchos cristianos hallaron la última estación de su padecer por Cristo, su «Gólgota» y su gloria. Después de un período de interrupción a causa de las vicisitudes históricas, Pablo VI reinició la práctica del vía crucis en el Coliseo, el Viernes santo del año 1965, estimulado tal vez por su peregrinación a Tierra Santa en los primeros días del año precedente. Desde entonces hasta el presente se ha celebrado anualmente con la presencia del Santo Padre y gran afluencia de peregrinos.
El vía crucis es memoria, pero también contemplación del rostro doliente del Señor. Los cristianos en el vía crucis fijamos los ojos en el «varón de dolores, avezado al sufrimiento». En él, pausada y recogidamente, contemplamos el «rostro» del pecado y, juntamente, el «rostro» de la misericordia y de la salvación. Contemplamos un cuerpo ensangrentado, que con su sangre lava nuestra iniquidad y nuestra «locura». Contemplamos una corona de espinas, que sacude nuestros pensamientos frívolos, nuestros sentimientos de indiferencia, nuestras intenciones torcidas, nuestros deseos abominables, nuestros desvergonzados anhelos y añoranzas. Contemplamos unas manos y unos pies clavados al madero de la esclavitud y de la ignominia, para enseñarnos a todos la medida suprema de la obediencia filial y del abandono infinito. Contemplamos unos brazos abiertos, para abrazar nosotros, con él, todo dolor y todo sacrificio en bien de nuestros hermanos. Contemplamos una cabeza inclinada hacia la tierra, para decir a los hombres que su muerte será bendición para la humanidad entera, que quiere ser recordado así por los siglos: mirando amorosamente al mundo que lo ha crucificado.
El corazón humano tiene exigencias profundas, y el vía crucis es una de las más significativas y señeras. Siendo el dolor alimento de toda existencia, el hombre necesita darle un rostro, configurarlo y hacerlo transparente para encontrar en la imagen la realidad de la experiencia, a la vez que alivio, consuelo, aliento, esperanza. En el vía crucis no damos expresión al dolor humano, se nos da y regala, se nos ofrece como misteriosa donación, se nos otorga como espejo y bendición desde la morada eterna del Padre y desde el corazón sensibilísimo del Hijo. Por los ojos de la carne el misterio del dolor nos llega a las fibras más sensibles del corazón; con el lenguaje visual se nos comunica una revelación estupenda de ternura y abandono; con el lento y colmado desfile de las estaciones, Dios mismo en su Palabra nos va enseñando la ciencia de la cruz, va como desgranando ante nosotros una pedagogía ascendente que comienza en el tribunal del procurador romano y culmina, entre el cielo y la tierra, en las manos del Padre.
El Hombre del vía crucis reclama compañía, participación, prolongación existencial, afectuosa imitación. Le acompañó Francisco de Asís, a quien Dios concedió el don de los estigmas tras el éxtasis del 17 de septiembre de 1224, y que llegó a escribir: «Lloro la pasión del Señor. Por amor a él no me avergonzaría de ir llorando a gritos por todo el mundo» (cf. TC 14). A participar en el banquete de la cruz de Jesucristo fue invitada Teresa de Lisieux, como se evidencia en su autobiografía: «Comenzaba mi vía crucis, cuando de repente me sentí presa de un amor tan violento hacia Dios, que no lo puedo explicar sino diciendo que parecía como si me hubieran hundido toda entera en el fuego. ¡Oh, qué fuego y qué dulzura al mismo tiempo!». Prolonga el vía crucis del Redentor, en su propia vida, el p. Maciel, cuyos labios pronunciaron estas densas palabras: «Déjame que me abrace a esta cruz con que la predilección de tu infinita misericordia me ha regalado... ¡Oh, si yo supiese morir en mi cruz como tú moriste en la tuya...!».
El vía crucis es, por último, silenciosa proclamación del sufrimiento gozoso y redentor, testimonio convincente y muda atracción hacia la sabiduría de la cruz. Santa Catalina de Siena contemplaba a Jesucristo «feliz y doliente en la cruz», y Teresa de Lisieux afirma que «en el huerto de los Olivos nuestro Señor gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, y sin embargo su agonía no era menos cruel». La atracción de Cristo crucificado ha sido puesta de relieve por el Papa Juan Pablo II en su vía crucis del Año jubilar 2000: «Cristo atrae desde la cruz con la fuerza del Amor; del Amor divino, que ha llegado hasta el don total de sí mismo; del Amor infinito, que en la cruz ha levantado de la tierra el peso del cuerpo de Cristo; del Amor ilimitado, que ha colmado toda ausencia de amor y ha permitido que el hombre nuevamente encuentre refugio entre los brazos del Padre misericordioso». Testimonio convincente el de la cruz para Paul Claudel, que, contemplando al Crucificado, exclama: «Estás sujeto, Señor, y no puedes escapar. Estás clavado en la cruz por las manos y los pies. No hay que buscar respuestas en el cielo, como hacen el hereje y el loco. ¡Me basta este Dios, clavado con cuatro clavos!».
Está claro que el vía crucis de Cristo es un camino que continúa en el vía crucis del cristiano. Allí donde hay un cristiano que sufre, allí está viviendo con el Crucificado una de las estaciones del vía crucis. Si es condenado a muerte injustamente, revivirá con Cristo la primera estación. Si es traicionado por un amigo, aprende a sentir lo que Cristo sintió al ser traicionado por Judas o por Pedro. Si sucumbe bajo el peso del dolor, está acompañando a Cristo en sus tres caídas camino del Calvario. Si en su tribulación y dolor alguien le ayuda y consuela, hace revivir en la historia las figuras de María, del Cirineo, de la Verónica, de las piadosas mujeres de Jerusalén, que con su presencia y amorosa solicitud aliviaron el duro camino del Condenado hacia el Calvario. Si es despojado de su dignidad de modo inhumano y brutal, está reflejando en sí mismo el despojamiento del Nazareno. Si muere por confesar su fe, está encarnando la muerte de Cristo, que confiesa su obediencia plena a la voluntad del Padre.

Antonio Izquierdo, L.C., en L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 8-III-2002

28 de marzo de 2010

¿Qué hace Dios en una cruz?

Por
28 de marzo de 2010
Lucas 22, 14-23, 56

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un "Dios crucificado" constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.
El "Dios crucificado" no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.
Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo.
Este "Dios crucificado" no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.
Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el "Dios crucificado". Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye nuestra fe en el "Dios crucificado" y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo.

José Antonio Pagola

26 de marzo de 2010

Cuaresma Domingo de Ramos

Por
Lucas 22,14 - 23,56

UN DÍA ME MIRASTE
"El Señor se volvió y miró a Pedro"

Un día me miraste
como miraste a Pedro.
No te vieron mis ojos,
pero sentí que el cielo
bajaba hasta mis manos.

¡Qué lucha de silencios
libraron en la noche
tu amor y mi deseo!

Un día me miraste
y todavía siento
la huella de ese llanto
que me abrasó por dentro.

Aún voy por los caminos
soñando aquel encuentro.
Un día me miraste
como miraste a Pedro.

Ernestina de Champourcín.

Domingo Ramos

25 de marzo de 2010

Entrada solemne en Jerusalen

Por
¿Cual es mi grito, mi canto?

Domingo de Ramos

24 de marzo de 2010

Romero: expresión de la verdadera Iglesia

Por
24 de marzo: 30 años del martirio de Óscar Romero

El 23 de marzo de 1980, domingo de Ramos, Monseñor Óscar Arnulfo Romero, decía en su homilía:
“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla.
Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado.
La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación.
Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día mas tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.
Julio Carillo

Eran las palabras de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, el mártir de América, proferidas horas antes de su horrendo asesinato, ante un auditórium abarrotado de feligreses participantes que siempre le acompañaban atraídos por la justeza y valentía de su prédica, de su misión pastoral liberadora, plena de lucha, de esperanza, pero sobre todo plena de liberación. Para ello no necesitaba salirse de los principios doctrinales de su iglesia, bastaba buscar y difundir el mensaje de Jesús, de Cristo, que es la esencia de la doctrina católica. Allí está el núcleo del mensaje en la dignificación del hombre.
La pureza de su mensaje, el hondo contenido de sus homilías no eran nuevos. Ya en la del 11 de marzo de 1979 afirmaba: “La Iglesia tiene que despertar la conciencia de dignidad, la conciencia cristiana que nuestras comunidades van tomando a la luz del Evangelio, donde comprenden que un hombre aunque sea jornalero, es imagen de Dios. . . eso es Palabra de Dios que ilumina al hombre”. Con su verbo directo, de hablar suave pero firme, con palabras sencillas, demostraba la justeza de su tesis, confirmando lo del hombre a imagen y semejanza de Dios, el evangelio suministrando los principios para demostrar la igualdad de todos los hombres.
La homilía del 23 de marzo fue su condena a muerte. Al día siguiente, era asesinado de varios disparos mientras celebraba la Eucaristía.
Monseñor Romero, un hombre que interpretó los fundamentos, las raíces de la doctrina de la iglesia católica, que defendió la dignidad humana por cuanto al hacerlo defendía y honraba a Dios, un hombre que viera en la esencia de los tiempos actuales el verdadero papel de la Iglesia frente a su pueblo, y que concibiera esta misión como un deber de restaurar la imagen de Dios en nuestras hermanas y hermanos pobres y marginados, tenía que estar, como en efecto lo estaba, sentenciado a muerte. Sus asesinos intelectuales y uno material cumplieron su cometido, con ello trataron de asesinar la verdad, de acallar la voz de un pueblo, la tarde del lunes 24 de marzo de 1980, cuando presentaba su última y justiciera homilía en la capilla del Hospital de La Providencia, donde vivía. No vivía en un “Palacio Arzobispal”.

Romper el silencio profético
La misión pastoral de Monseñor Romero irrumpió en la realidad salvadoreña y latinoamericana que negaba (y aún niega) la dignidad humana. Como bien lo afirmó el reverendo Miguel Tomás Castro: “Esta Misión rompía el silencio profético de varios siglos, en medio de un sistema cuyas estructuras oprimen –y continúan oprimiendo y humillando- la imagen de Dios en nuestras hermanas y hermanos pobres y marginados”.
Y esa posición totalmente cristiana, profundamente humana, revolucionaria iba más allá de las palabras, por ello desde su condición de elevado representante de la iglesia católica y en una forma de llamado a sus implicados para despertarles, para que practicaran los verdaderos postulados de la Iglesia, para que le acompañaran y no le dejaran sólo en tan injusta lucha, exclamaba en su homilía del 28 de marzo de 1978: “La Iglesia no puede ser sorda, ni muda ante el clamor de miles de hombres que gritan liberación, oprimidos de mil esclavitudes.” Y en verdad, en eso se había transformado la iglesia salvadoreña y del mundo, en una institución ciega, sorda y muda frente al verdadero poder ideológico, militar y económico, el imperialismo norteamericano y sus lacayos: las 14 familias dueñas de El Salvador.

La reacción del poder
La fuerza de la verdad de sus palabras le transformó en un enemigo de grandes proporciones para los planes de sometimiento que tenían esos monstruos, esos asesinos, para con El Salvador.
Monseñor Romero pedía mucho, exageraba, se desbordaba en sus peticiones: “ justicia y paz para su pueblo y para sus pobres.” Por ello, el monstruo decide su liquidación física, eliminarlo, acallar la “voz de los sin voz”, creyendo que de esa manera liquidaban ese proceso de lucha.
Los poderosos acabaron con su vida en el interior de un pequeño templo mientras celebraba la Eucaristía. Pero él y su mensaje sigue viviendo en el pueblo.

Algunas de sus palabras
Entre sus muchos pensamientos destacan unos, plenos de valentía, de coraje y de conciencia, que revelaba claridad con respecto a su posición y lo que podría sucederle:
“En Medellín, se describió la situación de Latinoamérica y se llegó a decir esta palabra que a muchos escandaliza: en América Latina hay una situación de injusticia. Hay una ‘violencia institucionalizada’. No son palabras marxistas, son palabras católicas, son palabras de Evangelio; porque dondequiera que hay una potencia que oprime a los débiles y no los dejar vivir justamente sus derechos, su dignidad humana, allí hay situación de injusticia. Y dice Medellín esta frase lapidaria: si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, los pueblos que viven en subdesarrollo son una provocación continua de violencia” (Homilía 3 de julio de 1977).
“¡Ay de los poderosos cuando no tienen en cuenta el poder de Dios, el único poderoso, cuando se trata de torturar, de matar, de masacrar para que se subyuguen los hombres al poder! ¡Qué tremenda idolatría que le están ofreciendo al dios poder! ¡Tantas vidas, tanta sangre que Dios, el verdadero Dios, el autor de la vida de los hombres, se le va a cobrar bien caro a esos idólatras del poder” (Homilía 24 de febrero de 1980).
“A la Iglesia no le interesan los intereses políticos o económicos, sino en cuanto tienen relación con el hombre, para hacerlo más hombre y para no hacerlo idólatra del dinero, idólatra del poder, o desde el poder, hacerlos opresores, o desde el dinero, hacer marginados. Lo que interesa a la Iglesia es que estos bienes que Dios ha puesto en las manos de los hombres -la política, la materia, el dinero, los bienes- sirvan para que el hombre realice su vocación de hijo de Dios, de imagen del Señor” (Homilía 17 de julio de 1977).
“La consecución del bien común y la erradicación del mal común (objetivos de la recta política) dependen, en gran medida, de la participación ciudadana. Pero ésta para que sea cualificada y tenga real incidencia en el cambio social, requiere la existencia de ciudadanos y ciudadanas críticos, creativos y cuidadores”.

Por eso, por buscar la felicidad del hombre, por enaltecerlo frente al monstruo de la oligarquía y el imperialismo Monseñor Romero fue asesinado para que su voz, casi solitaria, irrumpiera posteriormente en millones de voces que protestan y luchan contra la injusticia.

Óscar Romero comprometido con su pueblo

Por
En el aniversario de su asesinato, os presentamos este Power Point como recuerdo del mensaje que quiso transmitir en sus homilías.

OscarRomero

23 de marzo de 2010

Cristianismo y la felicidad

Por
Extracto de la ponencia de Juan Martín Velasco en el Foro de Profesionales Cristianos de Madrid*
Foro de profesionales cristianos, MADRID.

¿Qué podemos hacer los cristianos, qué podemos aportar a la búsqueda de la felicidad en nuestro tiempo?
Vivimos en un clima cultural en el que predomina la desesperanza y es que han ido fracasando uno tras otro los proyectos ideados para encontrar una solución al problema del deseo humano de felicidad. La ilustración no ha cumplido sus promesas, el marxismo que prometía un mundo justo y nada menos que un paraíso en la tierra, ha fracasado, seguramente por la estrechez de sus presupuestos ideológicos, basados en el materialismo, y por la brutalidad de su aplicación en los países que han estado bajo su dominio. A algunos les pareció que, tras el fracaso del socialismo real, el mercado abandonado a sus leyes propiciaría el crecimiento económico indefinido, que multiplicaría los bienes y facilitaría el acceso a ellos a los pueblos hasta ahora marginados; hoy, la crisis nos lo muestra con toda claridad, constatamos que la distancia entre pobres y ricos se hace cada vez mayor, que el crecimiento tiene unos límites y que por tanto también el mercado ha defraudado las esperanzas que algunos habían puesto en él. ¿Qué podemos hacer los cristianos en esta época de desesperanza?
1. Yo creo que lo primero es mirar hacia nosotros y hacer autocrítica, tomar conciencia de los errores anteriores y actuales, justamente en relación con el problema de la felicidad. ¿Por qué si el cristianismo posee principios capaces de transformar la existencia, si la esperanza y el amor constituyen una verdadera fuente de felicidad para los creyentes, como sucedió al principio del cristianismo, por qué nos vemos los cristianos también anegados en la civilización del deseo, en las sociedades del hiperconsumo y en todas las contradicciones que eso supone para la concepción cristiana del hombre, de la sociedad y de su destino?
La primera razón es que nos llamamos cristianos, porque mantenemos elementos del cristianismo, creencias, prácticas, formas diluidas de pertenencia a la Iglesia… pero nuestro cristianismo es más, en conjunto y sin ofender a nadie, un cristianismo de bautizados que de convertidos. No creo ser demasiado pesimista si reconozco que las comunidades cristianas actuales estamos lejos de vivir personalmente la fe que decimos poseer y conservar, si digo que creemos, con la fe reducida a creencia, pero no somos verdaderamente creyentes en Dios, en Cristo, confiando incondicionalmente en Él. Esto explicaría que nuestra condición de creyentes no irradie la alegría de las bienaventuranzas, de Maria, de los discípulos o de aquellas primeras generaciones de cristianos.
2. Para estar en disposición de recuperar las fuentes cristianas de la felicidad yo creo que necesitaríamos en primer lugar revitalizar y personalizar nuestro ser cristiano, haciendo efectiva la experiencia de la vida teologal, eso que se ha dicho tantas veces: o somos místicos o no podremos ser cristianos. Porque la actitud teologal, la fe-esperanza y caridad suponen una nueva forma de vivir en la que el hombre, superando las formas de vida desperdiciada, -la evasión, el divertimiento y tantas otras formas- llega al fondo de sí mismo y tratando de remontar el curso de su vida, que él percibe que no se ha dado a sí mismo, admite, reconoce, acepta: “todas mis fuentes están en ti”, refiriéndose, naturalmente a Dios. Creer en el Dios Padre creador es, en su centro mismo, vivir en la esperanza y de la esperanza. Y la esperanza es, en una expresión de Miguel García-Baró, “la certeza difícil, profundamente dichosa, de que lo mejor tendrá, tiene ya ahora, la última palabra. Es pues vivir en la certeza de que la propia vida procede del manantial de amor que reconocemos como Dios y en la certeza igualmente dichosa de que la semilla de ser que la presencia de Dios siembre en nosotros se impondrá a todos los peligros, a todos los pesares, incluso a las catástrofes que pueda comportar nuestra vida”.
Pero necesitamos también recuperar la vocación terrena, mundana, de nuestro ser cristiano, tal como la describió, después de siglos de olvido, el Vaticano II en esa preciosa Constitución sobre la Iglesia en el Mundo actual.
3. Los rasgos de la felicidad cristiana
3.1. Recuperada la raíz de la experiencia cristiana en la vida de los cristianos, florecería de nuevo la alegría que el Nuevo Testamento atribuye a los creyentes. Me parece además que de ahí surgiría una felicidad con rasgos originales, los propios de la felicidad cristiana, por ejemplo: su condición de felicidad teologal, la fe esperanza cristiana es fe-esperanza en Dios por la que el cristiano se fía de Dios y se confía a Dios, con todo el poder que la confianza en Dios tiene para derribar del corazón de los creyentes todos los ídolos que constantemente estamos fabricando: el de los bienes objeto de posesión y consumo, el del placer erigido en finalidad de la vida, el del vano honor, la vana gloria y el cultivo de la propia imagen, y por encima de todo, el del egoísmo que nos encierra en el círculo estrecho de nosotros mismos y los nuestros y nos hace ignorar a los otros y pasar indiferentes ante sus sufrimientos.
3.2. Tengo la impresión de que los cristianos, por no haber experimentado de verdad el ser creyentes, no hemos descubierto la felicidad que comporta consentir a la fuerza gravitatoria del amor de Dios en nosotros y ser testigos de la liberación de energías en nuestro interior que se sigue de ese consentimiento. Creer, confiar en Dios y consentir a su amor con la incondicionalidad de toda relación que se refiere a Dios, abre la posibilidad a otro rasgo característico de la felicidad que se sigue de creer: sólo se puede creer incondicionalmente como Abraham, como María, contra toda esperanza, es decir, contra todas las aparentes razones para no confiar o para desesperar. Y es que confiar en Dios no es reunir todos nuestros esfuerzos para dar el salto hacia Él, sino abandonarse a su fuerza de atracción que es infinitamente superior a la que puede ejercer en nosotros la gravedad que nos lleva a querer salvarnos a nosotros mismos o a confiar en cualquiera de los seres mundanos.
3.3. La condición teologal del fundamento de nuestra felicidad hace que ésta no se vea amenazada por nada, ni siquiera por la muerte. Como dice el texto de Job -en la antigua traducción de la Vulgata- “Aunque me mates, confiaré en ti”.
3.4. Afirmada en este fundamento, la felicidad de la fe permite descubrir otros rasgos característicos. Por ejemplo, el Dios trascendente en el que creemos rompe la atracción que ejerce en nosotros nuestro yo y el mundo en el que vivimos, el Dios creador que es “Dios mío” para cada ser humano, no puede serlo mas que siendo a la vez el Dios de todos. Imposible por tanto decir “Dios mío” si en mi invocación no están incluidos todos. El proyecto de Dios que aceptamos cuando decimos “hágase tu voluntad” incluye a todos los hombres, por eso es imposible creer en Él, reconocer su amor e ignorar a los otros. Creer en Dios lleva consigo, como principio rector de la vida, el “no sin los otros, nada sin los otros”.
3.5. Otro rasgo de la felicidad cristiana es la primacía del amor. Dicen los escritos de Juan “Creemos en el amor que Dios nos tiene”. “Vivo de la fe en el hijo de Dios que me amó”, dice San Pablo. Todos sabemos que el amor es la sal de la vida, su sentido, por eso el amor está en la raíz de toda felicidad; ahora nos explicamos el fracaso de la civilización del deseo que hay que saciar por la posesión y el consumo de bienes porque el amor comporta ciertamente deseo pero lo trasciende en la donación regida por la ley de la gratuidad; la originalidad del amor como centro de la vida explica la originalidad de la felicidad cristiana: hay más alegría en dar que en recibir, dice San Pablo en el Libro de los Hechos atribuyendo la expresión al mismo Jesús.

Felicidad cristiana, esperanza y sufrimiento
¿Es verdad que creer en el Dios de Jesucristo aporta alegría, auténtica alegría a la vida de los creyentes?, ¿qué clase de alegría es la que aporta? Porque es verdad que la Biblia se refiere a los creyentes como felices, al Dios en el que esperamos como el Dios que consuela, pero también es verdad que está llena de oraciones, como las de Jeremías, las del libro de las Lamentaciones, las de Job, como las de los autores de los salmos, la de Jesús mismo, en las que se dirigen a Dios desde el abismo del sufrimiento, desde el mayor abatimiento, desde la angustia, con oraciones que consisten en preguntas, en busca de explicación por lo que están viviendo, de queja por esa situación.
La esperanza no se identifica con el optimismo superficial que con una actitud mágica ante Dios hace de Él la respuesta inmediata a las preguntas humanas, pone en Él la satisfacción de nuestros deseos inmediatos. El Dios de la fe y de la esperanza cristiana no puede convertirse en objeto de ningún acto humano, es un Dios absolutamente trascendente, que no es ajeno al mundo pero tampoco se hace presente en él como un poder mayor o un ente supremo que lo rige o lo vigila desde fuera del mundo; precisamente por eso la fe requiere el trascendimiento de todo lo mundano y el descentramiento de sí mismo, por eso la esperanza solo está a la altura del Dios en el que confía cuando renuncia a todos los apoyos que puedan imaginarse para confiar; renunciar, como Abraham en el sacrificio de Isaac, a la prueba que Dios mismo le había dado como muestra de su fidelidad.
A partir de estas consideraciones se entiende que confiar cuando no se tiene ninguna razón aparente para hacerlo, que confiar contra toda razón, no es que sea el grado sumo de la esperanza, es que es la condición indispensable para que la esperanza sea esperanza teologal. Así entendida la esperanza no consiste en la convicción de que todo me va a ir bien en el futuro sino en la certeza oscura, en la confianza incondicional de que, suceda lo que suceda en mi vida, todo está bien porque mi vida entera está confiada a Dios.
Voy a terminar con una alusión a la “verdadera alegría”. Los textos más elocuentes sobre ella están en San Francisco de Asís, en sus mismos escritos y el capítulo VIII de Las Florecillas. Por ser más breve, remito a un texto de Santa Teresa del Niño Jesús, que sabéis que pasó por una prueba formidable al final de su vida, 18 meses en la más oscura de las noches espirituales, y escribe “a veces es verdad que el pajarillo –ella misma- se ve asaltado por la tempestad, le parece creer que no existe otra realidad mas que las nubes que lo envuelven. Entonces llega la hora de la alegría perfecta para el pobrecito y débil ser, qué dicha para él permanecer allí no obstante y seguir mirando fijamente a la luz invisible que se oculta a su fe”. Esta forma de alegría no es una anécdota en la vida de los creyentes, puede verse como la reproducción en ellos mismos del misterio pascual, de la vida, muerte y resurrección de Cristo. ¿Recordáis lo que decía Camus, “los hombres mueren y no son felices”? Jesús no nos ha salvado de esa condición humana expuesta al sufrimiento arrebatándonos al cielo y evitándonos la muerte, eso entraba dentro de la propuesta del tentador en el desierto. Él ha asumido nuestra condición hasta el fondo, pasando por el sufrimiento, el abandono y la muerte en la cruz y experimentando en sus carnes crucificadas y de resucitado la victoria definitiva del amor de Dios a la que nos asocia la esperanza. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

*La charla completa de “El Cristianismo y la Felicidad”, así como las dos anteriores del mismo ciclo, “¿Se puede vivir sin Dios?” y “El Dios cristiano y los otros dioses”, de Juan Martín Velasco, están disponibles en www.profesionalescristianos.com/index.php

22 de marzo de 2010

Lo que sirve es el amor con libertad

Por
Un franciscano, entre las decenas de cristianos expulsados de Marruecos
TÁNGER, jueves 18 de marzo de 2010 (ZENIT.org)

Un religioso franciscano de nacionalidad egipcia se encuentra entre las decenas de cristianos expulsados de Marruecos este mes de marzo.
El obispado de Tánger, diócesis de la que fue expulsado, pidió las razones de esta expulsión a las autoridades marroquíes, pero todavía no ha recibido ninguna respuesta, explicó su obispo, monseñor Santiago Agrelo, también franciscano, este jueves a ZENIT.
El religioso fue detenido por la policía el domingo 7 de marzo. Después de pasar un tiempo en una comisaría, fue conducido hasta un avión, que lo devolvió a Egipto. Llevaba casi dos años en Marruecos.
El joven había hecho su profesión religiosa, aunque todavía no había concluido el periodo de formación de los candidatos a la vida religiosa.
Su detención tuvo lugar durante la Cumbre que la Unión Europea y Marruecos celebraban ese fin de semana en la ciudad española de Granada.
“Creo que, de esta diócesis de Tánger, nunca había sido expulsado nadie por motivos religiosos”, declaró monseñor Agrelo, que en el momento de las detenciones se encontraba en España.
El obispo cree que en esta diócesis hay entre 2.000 y 2.500 católicos, entre sus más de cuatro millones de habitantes.
Reconoce que no es posible tener un censo de esta comunidad de extranjeros -sólo los musulmanes pueden ser marroquíes-, que está caracterizada por la movilidad.
La detención del joven católico se suma a la de decenas de cristianos que han sido expulsados de Marruecos este mes de marzo en el marco de la “lucha que las autoridades marroquíes llevan a cabo contra las tentativas de propagación del credo evangelista, destinado a sacudir la fe de los musulmanes”, según la agencia oficial Maghreb Árabe Press.

Presencia histórica
La presencia franciscana en el país se remonta al año 1219, cuando fueron martirizados en Marrakech los primeros franciscanos.
Durante la Edad Media, permanecieron, con períodos de ausencia, atendiendo a pequeñas comunidades cristianas y a los comerciantes europeos.

A partir de 1630, cuando el beato Juan de Prado refundó la misión, los franciscanos se dedicaron a asistir a los cristianos cautivos, les acompañaban compartiendo con ellos su vida y cautiverio, fortaleciéndolos en la fe y también redimiéndolos con las limosnas que conseguían en España.

En 1861, el padre José Lerchundi fue destinado a las misiones de Marruecos y, tras un período de crisis, realizó la tercera refundación.
Atendían a las cada vez más numerosas comunidades cristianas, crearon escuelas, fundaron hospitales y se dedicaron a la modernización del país.
El religioso católico expulsado este mes de Marruecos era uno de los ocho franciscanos de la diócesis, que, junto a los franciscanos que viven otras ciudades de Marruecos, son reconocidos en el país por su bondad y servicio.

“El amor nos hace libres”
“Aquí trabajamos con los pobres como cristianos; todo el mundo nos tiene identificados como cristianos, conocen nuestra labor -declaró monseñor Agrelo, ofm-. Creo que la respetan mucho y ése es nuestro modo de evangelizar”.
En opinión del obispo de Tánger, “las palabras “fuertes” no sirven de nada, ni aquí ni en ningún sitio; lo que sirve es la caridad, es el amor... con libertad: ése nos hace libres, fuertes y cristianos”.
“Yo deseo que todas las personas tengan libertad de conciencia y libertad religiosa, y pienso que si los gobiernos pueden caminar en esa dirección, ésa es una cuestión política de gran importancia, pero que compete al Gobierno, no a mí”, afirmó.
“Yo no soy un gobierno; aquí ni siquiera soy un ciudadano, sino un extranjero que se acoge a la hospitalidad de otro país y, desde el momento en que paso la frontera de Marruecos, acepto las leyes de Marruecos”, continuó.
El obispo mostró su voluntad de mantener abiertas todas las posibilidades de contacto con las autoridades de Marruecos.
También destacó el compromiso y el trabajo de la Iglesia católica “con los pobres”. “El pan es más importante que otras cosas -dijo-, y no se trata sólo del nuestro, que lo compartimos, sino del de los necesitados”.

Respeto a las leyes
En Rabat, el arzobispo católico monseñor Vincent Landel y el pastor evangélico Jean Luc Blanc emitieron un comunicado ante las noticias de los últimos meses sobre la expulsión de cristianos extranjeros de diversas nacionalidades “bajo la acusación de proselitismo o de otros motivos que ignoramos”.
Igual que en un comunicado que publicaron hace casi un año tras la expulsión de cuatro evangélicas españolas y una alemana, los dos representantes destacaron su respeto a las leyes del país.
“Nosotros siempre hemos podido ejercer nuestra responsabilidad, en virtud de la libertad de culto reconocida a los extranjeros cristianos”, afirma el comunicado, del pasado 10 de marzo.
Y aclararon: “Nuestra responsabilidad es ayudar a nuestros hermanos cristianos a encontrarse con sus hermanos musulmanes, a aprender a conocerlos, respetarlos y amarlos, sin ningún deseo de proselitismo”.
“Nuestro único objetivo es participar en la construcción de un Marruecos donde los musulmanes, los judíos y los cristianos estén contentos de compartir su responsabilidad por construir un país donde puedan vivirse la justicia, la paz y la reconciliación”, añadieron.

Reacciones en España
En España, la asociación E-Cristians formuló unas peticiones al respecto, a los partidos políticos y al Gobierno de España, así como a su presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, en su condición de presidente de turno de la Unión Europea.
En concreto, le pidió que exija al reino de Marruecos “el reconocimiento pleno de la libertad de adherirse a una fe determinada y a la comunidad confesional correspondiente”.
También “la libertad de anunciar y de comunicar la enseñanza de la fe, de palabra y por escrito, incluso fuera de los lugares de culto, y de dar a conocer la doctrina moral sobre las actividades humanas y la organización social”.
Y “la libertad de recibir y de publicar libros religiosos sobre la fe y el culto, y de usarlos libremente”.
En un comunicado publicado este miércoles, la asociación dedicada a la promoción del cristianismo en la vida pública destacó que “el reino de Marruecos practica una tolerancia hacia el ejercicio de la libertad religiosa pero no reconoce el derecho de toda persona a cambiar de religión”.
Según E-Cristians, ante las expulsiones de cristianos de Marruecos, “el gobierno de España y de los partidos políticos españoles han adoptado una postura de perfil bajo frente a esta violación del derecho fundamental a la libertad religiosa”.
Por otra parte, la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España envió el 12 de marzo una carta al ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, Miguel Ángel Moratinos.
En ella, denuncia las expulsiones, de Marruecos, de más de cincuenta cooperantes evangélicos y advierte que “la discriminación y la persecución religiosa contra los protestantes por parte del Gobierno marroquí responde a una política de Estado".
Y aún va más allá al pedir al ministro español que “exija al Gobierno de Marruecos que se anulen los procedimientos de expulsión mencionados y se permita a las personas afectadas regresar y permanecer en el país”, así como garantías para que no se repitan hechos similares y se respete la libertad religiosa de todos.

Católico en Marruecos
La minoría católica que vive en Marruecos tiene reconocida la libertad de culto, pero no la de conciencia y religión, por lo que catequizar o acoger en la comunidad cristiana a un musulmán vulnera la ley.
En Marruecos, a diferencia de en otros países musulmanes, la Iglesia católica goza de un estatuto especial concedido por el "Dahir Royal" del Rey Hassan II, en 1983, según la agencia Fides.
Este estatuto le permite ejercitar pública y libremente sus propias actividades, en particular las relativas al culto, al magisterio, a la jurisdicción interna, a la beneficencia y a la enseñanza religiosa de sus miembros.
Marruecos es una monarquía constitucional, democrática y social de tipo teocrático. El Rey Mohammed VI tiene el título de Emir de los Creyentes en el sentido de “defensor del Islam” y tiene el poder civil y religioso, controla las mezquitas y la enseñanza de los “Ulema”.
La presencia de la Iglesia es activa en las escuelas católicas y en los hospitales de la Iglesia, aunque también hay religiosas que trabajan en los hospitales del Estado.
No existe una estructura a nivel nacional del episcopado católico; la Conferencia Episcopal Regional del Norte de África (CERNA) que agrupa Argelia, Túnez, Libia y Marruecos, actúa como una Conferencia Nacional.
La CERNA, que tiene su sede en Argelia, depende de la Congregación para los Obispos, mientras que las dos diócesis de Marruecos -Tánger y Rabat- y la Prefectura Apostólica de Sáhara Occidental dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.
La jerarquía está formada por dos arzobispos: el de Tánger, el franciscano español Santiago Agrelo Martínez, y el de Rabat, el betharramita francés Vincent Landel.
Los católicos en Marruecos dan testimonio de la catolicidad de la Iglesia que une a las personas respetando su identidad cultural.
Publicado en catholic.net

21 de marzo de 2010

Revolución ignorada

Por
21 de marzo de 2010
Juan 8, 1-11

Le presentan a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la muerte según lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón. El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú ¿qué dices?».

Jesús no soporta aquella hipocresía social alimentada por la prepotencia de los varones. Aquella sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y audacia admirables, introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera piedra».
Los acusadores se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a la mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande, le dice: «Tampoco yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta en punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».
Así es Jesús. Por fin ha existido sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por ninguna ley ni poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó, nunca devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera hay más verdad y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas resentidas.
Los cristianos no hemos sido capaces todavía de extraer todas las consecuencias que encierra la actuación liberadora de Jesús frente a la opresión de la mujer. Desde una Iglesia dirigida e inspirada mayoritariamente por varones, no acertamos a tomar conciencia de todas las injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los ámbitos de la vida. Algún teólogo hablaba hace unos años de "la revolución ignorada" por el cristianismo.
Lo cierto es que, veinte siglos después, en los países de raíces supuestamente cristianas, seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la humillación no son algo imaginario. Al contrario, constituyen una de las violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera.
¿No ha de tener el sufrimiento de la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras celebraciones, y un lugar más importante en nuestra labor de concienciación social? Pero, sobre todo, ¿no hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida para denunciar abusos, proporcionar defensa inteligente y protección eficaz?
José Antonio Pagola

20 de marzo de 2010

Cuaresma Quinto Domingo

Por
Lo tuyo, Señor, no es condenar sino salvar. Ayúdanos en tu misión.
Que no confundamos tu voluntad con nuestras normas o tradiciones.
Que respetemos la libertad creadora, no contraria al evangelio,
Que seamos capaces de descubir la bondad de toda persona

Que no juzguemos la intimidad de nadie.
Que animemos a no hacer daño a nadie y a caminar en el amor.
Que no condenemos. Que acojamos y liberemos.
Que no hocemos en el estercolero de las miserias propias o ajenas,
sino, más bien, escarbemos en la misericoria divina.
Como lo hacías tú, Señor y Dios nuestro.
Rufo González Pérez

CUARESMA

19 de marzo de 2010

San José de Nazaret

Por
ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA Y CUSTODIO DEL REDENTOR
19 de Marzo

Dios le confió a San José una misión excepcional: ser esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Su Hijo, Jesús, constituyéndose así en el Custodio de la Sagrada Familia. San José es, por lo tanto, el santo que más cerca está de Jesús y de la Virgen.

Las fuentes de información confiable sobre la vida de San José son el evangelio según San Mateo y el evangelio según San Lucas. Existen una variedad de escritos posteriores con muchos detalles contradictorios que se le atribuyen a su vida (el "Evangelio de Santiago", "La Historia Copta de San José", la "Vida de la Virgen y la Muerte de San José", etc.), pero estos libros no están dentro del canon de las Sagradas Escrituras y nunca han sido considerados verdaderos por la Iglesia.
San José era descendiente del rey David y probablemente nació en Belén, aunque vivía en Nazaret en el tiempo de la Anunciación. Su oficio era el de carpintero (Mateo 13,55, Marcos 6,3).
Las palabras de la Anunciación por parte del ángel Gabriel acerca de la venida del Hijo de Dios que se encuentran en el Evangelio según San Lucas 1,28-38, fueron dichas «a una joven virgen que estaba comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, de la familia de David. La virgen se llamaba María.» (Lucas 1,27).
En la cultura judía de entonces, toda mujer debía pertenecer a un hombre: a su padre, a su esposo o, si fuera viuda, a un hijo, por lo que este compromiso daba ya los derechos de la vida conyugal; es decir, María ya es esposa de José, aún cuando ella no había salido todavía de la casa paterna (Mateo 1,20,24).
José fue hombre agradable a Dios: justo, bueno (Mateo 1,19). Cuando María quedó embarazada por obra del Espíritu Santo es evidente que José aún no sabía cuál sería su papel en este misterio; pero pronto quedaría aclarado cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, descendiente de David, no tengas miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu casa; si bien está esperando por obra del Espíritu Santo, tú eres el que pondrás el nombre al hijo que dará a luz. Y lo llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1,20,21).
De esta manera, aunque José no era padre natural de Jesús, el Hijo de Dios, a él se le encomendó darle el nombre, lo que era propio del padre o tutor y, por lo tanto, San José se convierte en el hombre elegido por Dios para una confianza muy especial: ser el Custodio del Redentor, de María Santísima y del misterio cuyo cumplimiento habían esperado desde hacía muchas generaciones la estirpe de David y toda la “casa de Israel”.
Juan Pablo II nos dijo: “José entra en este puesto con la sencillez y humildad, en las que se manifiesta la profundidad espiritual del hombre; y él lo llena completamente con su vida. «Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado» (Mateo 1,24). En estas pocas palabras está todo. Toda la decisión de la vida de José y la plena característica de su santidad. «Hizo». José es hombre de acción. Es hombre de trabajo. El Evangelio no ha conservado ninguna palabra suya. En cambio, ha descrito sus acciones: acciones sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la realización de la promesa divina en la historia del hombre; obras llenas de la profundidad espiritual y de la sencillez madura”.
Durante la Navidad en Belén (Lucas 2,1-18), contemplamos a San José en medio de circunstancias adversas, muy cerca de Santa María, lleno de delicadezas con Ella. Jesús va a nacer. Él ha preparado lo mejor que ha podido aquella gruta del pesebre. Pidámosle nosotros que nos ayude a preparar nuestra alma para recibir a Jesús.
Luego vemos a la Sagrada Familia en el momento de la presentación en el templo (Lucas 2,22-35). De nuevo San José dice “sí” a Dios, sin objeciones ni demoras, cuando “el Ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes buscará al niño para matarlo.» José se levantó; aquella misma noche tomó al niño y a su madre y partió hacia Egipto” (Mateo 2,13,14).
Imaginemos esa huida de noche, a través de cientos de kilómetros de desierto, hacia un país extraño, sin conocer su lengua, sus costumbres, sin contactos, sin trabajo del cual vivir... para después de un tiempo regresar, siempre en obediencia a la voluntad del Señor (Mateo 2,19-23).
Seguramente Jesús llamaba “padre” a José (Lucas 2,48), pero en el templo de Jerusalén, después que él y María encontraron a Jesús a quien habían perdido de vista, José escucha las misteriosas palabras: «¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que yo debo estar donde mi Padre?» (Lucas 2,49)... y José, lo mismo que María, saben bien de Quién habla. No obstante, Jesús estaba sumiso tanto a José como a María (Lucas 2,51) tal como un buen hijo está sumiso a sus padres.
Pasan los años de la vida oculta de la Sagrada Familia de Nazaret. El Hijo de Dios, enviado por el Padre, está oculto para el mundo, oculto para todos los hombres, incluso para los más cercanos. Sólo María y José conocen su misterio. Viven este misterio cada día. El Hijo del Eterno Padre pasa, ante los hombres, por hijo de ellos; por «el hijo del carpintero» (Mateo 13,55). Al comenzar el tiempo de su misión pública, Jesús recordará, en la sinagoga de Nazaret, las palabras de Isaías que en aquel momento se cumplían en Él, y los vecinos y los paisanos dirán: «¿No es el hijo de José?» (Lucas 4,16-22). El Hijo de Dios, el Verbo Encarnado, durante treinta años de vida terrena permaneció oculto: se ocultó a la sombra de José. Al mismo tiempo, María y José permanecieron escondidos en Cristo, en su misterio y en su misión.
Como se puede deducir del Evangelio, San José dejó esta vida antes de que Jesús se revelara al mundo como Cristo, pues no aparece en los relatos del Evangelio de Su predicación, pasión, muerte y resurrección. Al morir Jesús, María queda sin familia cercana (viuda, sin hijos) que la pueda acoger y, para los judíos de entonces, es como una maldición para una mujer el quedarse sola. Jesús, estando en la cruz, confía María a su discípulo Juan, “Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa” (Juan 19,27). Sería absurdo, inconcebible, que una madre tuviera que ir a vivir con otro familiar teniendo esposo o hijos propios.
A propósito de San José, nuestro recordado Juan Pablo II, nos regala esta reflexión: “La Iglesia, que, como sociedad del Pueblo de Dios, se llama a sí misma también la Familia de Dios, ve igualmente el puesto singular de San José en relación con esta gran Familia, y lo reconoce como su Patrono. Esta meditación despierta en nosotros la necesidad de la oración por intercesión de aquél en quien el Padre celestial ha expresado, sobre la tierra, toda la dignidad espiritual de la paternidad. La meditación sobre su vida y las obras, tan profundamente ocultas en el misterio de Cristo y, a la vez, tan sencillas y límpidas, ayude a todos a encontrar el justo valor y la belleza de la vocación, de la que cada una de las familias humanas saca su fuerza espiritual y su santidad”.

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