20 de agosto de 2019

¿Jesús? ¡También él fue adolescente!

Por

La experiencia de una mamá, hecha de lloros, gritos, enfrentamientos y oración, con hijos en la edad del "yo tengo que hacer mi vida"

Adolescentes.
Los adolescentes hacen como Jesús cuando se aleja de sus parientes y se queda en el Templo hablando con los ancianos (hubo un tiempo en el que los “ancianos” eran tratados como sabios, ahora se los trata como piedras en el zapato: otra situación que muestra la regresión mental de nuestra sociedad). Jesús está allí hablando, José y María, sus padres, lo buscan durante días. ¿Se lo imaginan? Yo habría estallado de furia. Cuando le encuentran, le preguntan cómo se le ha ocurrido eso. Seguramente el evangelista no pueda decirnoslo, pero siempre he pensado que José estaría enfadadísimo y que María, que siendo la mamá se la supone más tranquila, se callaría para no decir cosas que cualquier madre habría dicho en esas circunstancias. O quizás lo hizo.
Yo soy una gritona de primera categoría. Y si me enfado, levanto la voz. Con niños pequeños, me ha sucedido cuando he temido por su salud (cruces de calle peligrosos, por ejemplo) o me han vuelto loca peleando entre ellos, o también para detener esos berrinches catastróficos que a veces se producen a los 4/5 años (los de edades anteriores son cortocircuitos que al reves, necesitan mucha calma): para poner un “stop” hace falta un grito. Con una continuación de muchos mimos y largas explicaciones con las aclaraciones debidas.
Pero cuando me he encontrado en la edad del “yo tengo que hacer mi vida” (como diciendo “Ahora soy mayor, no me agobiéis”), he gritado. Y a veces llorado. No he sentido vergüenza, con mis hijos, al decirles que su actitud me hace sufrir. Lo he admitido siempre con claridad, informándoles de que me estaban haciendo daño. A veces se lo he gritado a la cara. Y a veces, como María, les he preguntado por qué me trataban así. Claramente y pretendiendo una respuesta.
“Hijo, ¿por qué nos haces esto? Tu padre y yo te buscábamos angustiados” dice María a ese Jesús de trece años. El tono no era tranquilo y sereno. Para ninguna madre lo es, en estas situaciones. Y con toda la debida calma, una vez pasada la tormenta, el enfrentamiento, siempre ha habido explicaciones.
Quizás la pregunta que más he hecho a mis hijos adolescentes ha sido: “¿Entiendes por qué me he enfadado?”.
Y siempre he pretendido saber qué les había impulsado a comportarse, hacer o decir, de esa maneta. Obviamente la Hija G, como buena chica, tenía la lengua afilada, y con ella he tenido que dialogar, explicando pero también comprendiéndola un poco más.
Con el chico, he tenido que dejarle desinflarse físicamente (mandándolo muchas veces a andar o correr un cuarto de hora o más), para poder hablar con él.
A menudo he aceptado las quejas que se me presentaban. A menudo han aceptado (con ganas o no) los limites impuestos por mí. Y cuando no se han aceptado, se han impuesto un poco a regañadientes.
He razonado mucho, cada vez, sobre cuál tenía que haber sido mi reacción y si había hecho bien o mal. En realidad, también he empezado a aceptar la idea de que esta es mi manera de ser madre: por desgracia para ellos, es así. Nunca he sido capaz de fingir, utilizando metodologías comunicativas complejas leídas en libros o en cursos. Soy este tipo de madre.
Y cuando no he comprendido qué tenía que hacer, me he confiado, a regañadientes también. Pero siguiendo el camino del “conservar en mi corazón” lo que me estaba pasando, poniendo todo el paquete completo en las manos de Nuestro Señor, pensando que…
Si se descubre la gracia de Jesús, creo que se puede descansar en la paz de saberse amados por un Dios verdaderamente grande (y no fruto de nuestra fantasía), que nos amó primero, haciéndonos crecer si confiamos en Él (es la fe que Jesús pide para que pueda llevar a cabo el milagro) y entonces sí, uno se puede tranquilizar, y con su ayuda abandonar las tensiones que tenemos en nuestro camino. Pedirle esto es una buena oración.

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