14 de noviembre de 2018

TODO EMPEZÓ CON UNA PÉRDIDA

Por
Introducción. Me encontré con esta frase en un libro que estoy leyendo y la verdad es que me resonó profundamente en mi interior. Cuantas cosas en nuestras vidas comienzan tras una perdida. Tras un sentimiento de que algo muy valioso se escapa, se pierde, y es ese vacío y esa perdida, las que posibilitan el nacimiento de algo inesperado, de una búsqueda renovada de algo que vuelva a llenar toda nuestra vida. De personas fundamentales que por diversas circunstancias se alejan, nos dejan, se van; de capacidades que una enfermedad nos va minimizando; de actividades, lugares, posibilidades. Siempre el final de algo es el inicio de algo nuevo. Con la suficiente paciencia, y con la esperanza que se anida en nuestros corazones, siempre podemos esperar que el Buen Dios nos ofrezca comenzar de nuevo. Hace falta la humildad suficiente para ser capaces de, olvidando lo que dejamos atrás, ilusionarnos por la presencia de Cristo que nos posibilita el hacerlo todo nuevo.
Lo que Dios nos dice. “Hermanos, yo no pienso tenerlo ya conseguido. Únicamente, olvidando lo que queda atrás, me esfuerzo por lo que hay por delante y corro hacia la meta, hacia el premio al cual me llamó Dios desde arriba por medio del Mesías Jesús.” Flp 3,13-14.
Es necesario hacer un ejercicio de liberarnos de todos los lastres que nos va dejando el paso del tiempo, y con una opción por vivir ligeros de equipaje. El pasado ya ha pasado, y por el nada hay que hacer. Con todos sus éxitos, con todos sus fracasos, con lo que aprendemos fruto de la experiencia, es imprescindible concentrar nuestras mejores energías e ilusiones en el presente. Que, con una mirada superficial, puede que se parezca demasiado a lo de siempre, que sabe a rutina, a cotidianidad, a falta de novedad. Pero lo que no podemos hacer es vivir atrapados en el pasado, y convertir nuestro día a día en una nostalgia que se vuelve pesadez y parálisis.
Tras las pérdidas del pasado, podemos vivir con la seguridad de que todo lo que ha ocurrido ha sido para nuestro bien. Lo que cada persona, cada actividad, cada lugar, cada circunstancia nos tiene que enseñar, siempre nos deja la huella de lo que tenemos que aprender. Y eso siempre forma parte de nosotros. Si luego las circunstancias cambian, y las personas se alejan, y los lugares se modifican, lo que tenemos que agradecer es lo aprendido. Somos todo lo vivido, todo lo reído, todo lo llorado, y sobre todo, todo lo que hemos podido amar y dejarnos amar. Decía Karen Blixen: “Dios ha hecho el mundo redondo para que nunca podamos ver demasiado lejos el camino.”
“Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de sanar; tiempo de destruir y tiempo de construir; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar y tiempo de desprenderse; tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de desechar; tiempo de rasgar y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz” Qohelet 3,1-8.
Tenemos tiempo de recibir, de acaparar, de estar rodeados de personas, y de actividades, y situaciones que nos hacen sentir ricos, satisfechos y afortunados. Hay épocas de nuestra vida que son continuamente un abrir los brazos y acoger todo el amor que nos llega de muchos lugares: familia, amigos, el mundo académico, éxitos profesionales, calor afectivo, sentimiento de utilidad, de realización. Pero hay otros momentos donde todo lo que era ganancia, se tuerce, y comenzamos una cuesta descendente donde parece que todo se diluye. Perdemos protagonismos, ya no somos ni imprescindibles, ni fundamentales. Las generaciones más jóvenes nos recuerdan que el paso del tiempo no es neutral, que vamos perdiendo vitalidad, y nuestra presencia es prescindible. Ahí nos entra la duda sobre nuestro valor, nos volvemos invisibles, y somos los primeros que nos preguntamos sobre nuestro valor. Dios sale al encuentro de nuestras vidas y nos renueva lo que siente por nosotros, lo que somos para Él:
“Y ahora, así dice el Señor, el que te creó, Jacob; el que te formó, Israel: No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo, la corriente no te anegará; cuando pases por el fuego, no te quemarás, la llama no te abrasará. Porque yo soy el Señor, tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. Como rescate tuyo entregué a Egipto, a Etiopía y Saba a cambio de ti; porque te aprecio y eres valioso y yo te quiero, entregaré hombres a cambio de ti, pueblos a cambio de tu vida:  no temas, que contigo estoy yo; desde oriente traeré a tu estirpe, desde occidente te reuniré”. Is 42,1-5.
Pasamos por verdaderos momentos de soledad, de confusión, de abandono, pero son precisamente las circunstancias que nos recuerdan la necesidad tan real que tenemos de Dios. Las pérdidas acumuladas a lo largo de nuestra vida no significan que nuestras vidas no merezcan la pena, para que nadie se quede junto a ella. Somos valiosos a los ojos de aquel que nos ha dado el gran regalo del ser.
Cómo podemos vivirlo. Cuando perdamos algo que valoramos mucho, no lloremos porque se terminara, agradezcamos que ocurriera, y sobre todo nunca dudemos del valor de nuestras vidas. Somos llamados luz de las naciones.
“Mientras yo pensaba: En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas; en realidad mi derecho lo defendía el Señor, mi salario lo tenía mi Dios. Y ahora habla el Señor, que ya en el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel, tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza: Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra. Is 49,4-6.

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