SEMANA 1 DE MARZO: RELIGIÓN, IGLESIA,
ESPIRITUALIDAD // JAVIER MELLONI
Javier Melloni (Barcelona, 1962) está considerado el paradigma del místico
de nuestra era. Teólogo, antropólogo, escritor de éxito, meditador, verso
suelto. Son muchas las etiquetas que le encajan, pero él se queda con “un
proyecto de ser humano y hermano”. Durante el último fin de semana de enero,
Melloni participó en el VIII Foro de Espiritualidad de la Universidad Popular
de Logroño. Todas las entradas vendidas y una audiencia de más de 1.200
personas que escucharon en silencio reverencial sus palabras sobre la dimensión
contemplativa del ser humano. Mientras habla, su mirada se eleva a las
oquedades rojas de la Sierra de Cantabria que enmarcan el paisaje de esta
entrevista. Se expresa con las manos tanto como con la garganta y su discurso
es intenso, suena honesto y valiente. Tanto que, a ratos, el interlocutor teme
que su sinceridad pueda ponerle en algún aprieto. Defensor apasionado del
diálogo interreligioso, no esquiva ningún tema controvertido; puede decirse que
casi va a su encuentro. La dimensión sexual de los sacerdotes, el machismo en
la Iglesia, la crisis de fieles o la nueva espiritualidad, todo le parece
pertinente a este jesuita que habita en los márgenes de una institución
cuestionada.
— Muchos lo definen a usted como un místico del
siglo XXI. ¿Esto qué significa?
— ¡Ojalá! Mi deseo es caminar en esa dirección, aunque las etiquetas son
muy peligrosas porque generan ego e idealización por parte de los demás. Creo
que ser místico significa vivir en estado de apertura, entender que todo es
signo de otra cosa. No quedarse con lo primero que aparece, porque todo es
transparencia velada de algo más profundo que se está manifestando.
— ¿Es más difícil ser místico hoy en día con tantos
estímulos externos?
— Cada lugar y cada época tienen sus dificultades para vivir en verdad.
Sin duda, el gran don del siglo XXI es la libertad, la amplitud de miras. Un
místico de antaño lo tenía mucho más difícil, estaba más constreñido y
vigilado. En cambio, el peligro de nuestra época es la inmediatez, la
distracción, la excesiva facilidad.
— Usted no tiene móvil, por ejemplo.
— Efectivamente. He decidido no exponerme a lo que sería una fuente continua
de dispersión que me impediría estar presente aquí y ahora mismo.
— Entre los retos de la Iglesia siempre aparece el
machismo y el papel de las monjas, que queda relegado a un segundo o tercer
plano.
— En la Iglesia hay una idealización de la madre desplazada a la Virgen María
y una clara sumisión e insignificancia de la mujer. Parece que amando a la
madre se sustituye el rol de la compañera. Por un lado, te infantilizas, porque
te haces sumiso, y por otro te haces poderoso.
— ¿Y si la mujer no es madre?
— Entonces es peligrosa.
— ¿Están relacionados los casos de pederastia en la
Iglesia con la negación de la dimensión sexual en los sacerdotes?
— Creo que es un resultado casi inevitable. Como no conocemos ni atendemos
nuestra dimensión afectivo-sexual, no podemos identificar ni dar nombre ni
explicar lo que sucede ahí. Se trata de una sombra personal, pero, sobre todo,
institucional. La Iglesia no sabe abordarlo. Es la culpabilidad de la
ignorancia, aunque, por supuesto, el desconocimiento no te exime de la
responsabilidad. Se comprende el enfado de la sociedad civil, porque la Iglesia
es una instancia moral y espiritual que debería tener un conocimiento profundo
de todo lo que es importante para el ser humano. Juan Pablo II, heredero de
Pablo VI, decía una expresión que nos debería comprometer más: “La Iglesia debe
ser experta en Humanidad”. Me temo que estamos lejos de ello en bastantes
aspectos.
— ¿Solucionaría algo que el celibato fuera
opcional?
— No sé si diría yo tanto. No creo que sea causa-efecto, pero sí sería
importante desbloquear una dimensión natural del ser humano que hemos amputado
y con la que nos hemos obsesionado a causa de ese mismo bloqueo.
— ¿Cuál es la explicación histórica de este
oscurantismo, si es que la hay?
— El dominio. El instinto sexual contiene un potencial de relación y de
libertad que las sociedades jerárquicas y patriarcales temen y que por ello
controlan. En sociedades más matriarcales, la sexualidad se vive con más
naturalidad. Como siempre lo más sublime puede convertirse en lo más perverso,
al final se niega una cosa y la otra.
— ¿Cree que usted y yo veremos a una monja decir
misa o a un sacerdote casado y con hijos?
— Las celebraciones tal como las conocemos se están acabando. La práctica
dominical está disminuyendo y tanto los sacerdotes como los feligreses están
envejeciendo. Hay que dejar paso a nuevas formas. En algunos sitios ya se
empieza a vivir eso, como se entrevió en el Sínodo de la Amazonia, aunque el
documento final no haya podido reflejarlo. Parece que la Iglesia no está
todavía madura para dar ese paso.
— ¿Qué le diría a alguien agnóstico o ateo que
quiera tener una vida espiritual?
— En primer lugar, que es fundamental distinguir entre la dimensión
espiritual y una confesión religiosa. Hay trascendencia más allá de la
religión. Cada uno tiene que saber cómo nutrir esa dimensión. Hay personas que
son más sensibles al contacto con la naturaleza, otras lo harán a través del
arte. Le diría: escúchate, percibe qué es lo que más sintoniza contigo y
entrégate a eso, porque esa es la vía para ir más allá de ti mismo a través de
ti mismo.
— ¿Qué componente le parece esencial para la
felicidad, si solo pudiera quedarse con uno?
— Sin duda, el agradecimiento. Nos permite estar llenos y vacíos al mismo
tiempo. La persona agradecida necesita muy poco y está llena de todo.
— ¿Eso cómo se aterriza?
— Siendo conscientes de que todo lo que vivimos nos es dado, no arrebatado.
Hay que pasar de la conquista a la receptividad. Recibimos continuamente de
nuestro entorno mucho más de lo que podríamos conseguir con nuestros logros.
Vivir desde la gratitud cambia todo. Hemos construido una sociedad muy
competitiva basada en la batalla continua, la continua defensa del yo, etc.
donde la gratitud se ve como una debilidad, cuando es al contrario. Vivimos o
bien angustiados en una carrera hacia delante porque no nos damos cuenta de lo
que ya tenemos, o bien atrasándonos, con remordimientos y culpabilidad por lo
que ha pasado. ¿Y que hay en el centro? Gratitud y la fuerza del presente.
Nosotros mismos nos hemos debilitado pensando que nos falta algo.
— ¿Cómo consigue estar presente en el presente?
— Trato de preservar tres momentos de meditación diarios. Si no los hago, lo
noto. Si no medito un día, me siento más irritable, suspicaz. Y si se prolonga
más días, acaban notándolo todos con los que convivo. El silencio da
espaciosidad y capacidad de escucha. Las múltiples transiciones que vivimos a
lo largo del día también son muy importantes: agradecer cada cosa que
terminamos y venerar cada cosa que empezamos.
— ¿Qué fue lo que le transformó de su tiempo en
India?
— Me fascinaron muchas cosas. La mirada limpia de la gente; los indios te
miran a la cara, mientras que en Occidente hasta un niño pequeño en seguida
aparta la mirada. Allí yo salía a la calle a ser bautizado por la mirada de la
gente, por ese reconocimiento mutuo que era como celebrar la existencia del
otro. “Namasté” significa que me inclino ante la presencia divina que hay en
ti. ¿Seríamos capaces nosotros de decir lo mismo? No aceptar la pluralidad de
accesos a Dios o a la plenitud es escasez mental, falta de generosidad.
— ¿Cómo empezó su camino espiritual?
— Con una explosión de amor a los catorce años, tras recibir la eucaristía.
Era el Día de Todos los Santos. Todo se convirtió en amor, en presencia
incandescente de Dios. En aquel momento le entregué mi vida. Deseé ser
combustible para semejante fuego. Esa experiencia me ha marcado para siempre.
Fue una anticipación del final.
— ¿Cree que es alguien incómodo para la Iglesia?
— Bueno, probablemente para unos sí y para otros no. Muchos agradecen que
diga cosas que ellos no pueden expresar y que lo haga con respeto, es más, con
amor; a favor de todos y no en contra de nadie.
— ¿Cómo se explica que las Iglesias se vacíen si
hay tanta sed espiritual?
— Existe un rechazo de la religión, pero, en cambio, se da una emergencia de
la búsqueda espiritual. Es un anhelo que viene de la condición humana. Tenemos
sed de Dios como tenemos sed de agua. No podemos tener sed de algo que no
existe. En un momento en el que todo se derrumba y en el que han caído todos
los referentes exteriores, hay necesidad de volver al hogar primordial: pasar
de las seguridades a las certezas.
— ¿Qué referentes han caído?
— Las garantías absolutas de que algo exterior va a resolver el reto de ser
tú mismo, de responder en verdad a lo que tú, fiel y finalmente, eres. Los
colectivos humanos han tenido unas referencias que han funcionado bien durante
un tiempo, pero la globalización está terminando con una gran parte de ellas.
— ¿Cuándo ha perdido la Iglesia el pulso con su
parroquia? ¿Qué ha hecho mal?
— Se trata más bien de una cuestión de adecuación y de procesos. Un embrión
está durante nueve meses en el vientre de su madre y en ese tiempo crece en la
matriz. Cuando pasa ese plazo, si no sale del útero, se asfixia y, además, mata
a su madre. Creo, sinceramente, que las religiones milenarias son matrices que
han dado lo que tenían que dar. Ya no son madres, son abuelas. En un momento en
que Occidente se ha abocado hacia fuera, necesitamos un complemento que nos
lleve hacia dentro y las religiones orientales aportan justo eso. La religión
está pasando de proponer las cosas a golpe de obligación y de voluntad a
hacerlo con libertad y con conciencia. El cambio se está dando solo; si se
organiza demasiado, volveríamos a caer en lo mismo: la tentación del control.
— La carta de los obispos contra las nuevas formas de
espiritualidad en el seno de la Iglesia, como la meditación zen, no traslucía
integración precisamente.
— Está hecha desde el miedo, así que es incompleta.
— ¿Desde el desconocimiento también?
— El miedo viene del desconocimiento y de referencias de gente a la que estas
propuestas no les han ido bien. Pero es que no todos los caminos son para todo
el mundo. Ha habido una respuesta muy serena de Pablo D´Ors, Ana María Schlüter
y Berta Meneses contando que su experiencia ha sido otra, haciendo ver que la meditación
silenciosa no ha provocado la alienación de Dios ni ningún malestar, sino que
ha ayudado a crecer a las personas.
— Usted no ha contestado. ¿No se ha sentido
aludido?
— Un poco sí, aunque se refieren sobre todo al zen y yo no lo practico.
Entiendo lo que los obispos quieren advertir y estoy de acuerdo en que señalen
ciertos peligros, como el autocentramiento o el olvido de la alteridad, pero me
sabe mal que solo se mencione la parte conflictiva. Mucha gente ha
redescubierto el cristianismo gracias a sumergirse en Oriente. Ha vuelto a la
Iglesia, ha redescubierto su fe, que estaba atascada, con un nuevo sabor.
— ¿El zen y el cristianismo son compatibles?
— Claro que sí. Es cierto, sin embargo, que el zen es una práctica de
meditación que contiene detrás todo un marco religioso, el budismo. Ello crea
un conflicto en un momento del camino, pero este conflicto ayuda a crecer. De
la jerarquía de la Iglesia se espera sabiduría y profundidad, no regaños y
advertencias que nos empequeñecen y nos infantilizan. Lo bello de la vida son
los retos y los matices. Si creemos verdaderamente que Dios lo abarca y lo
contiene todo, ¿por qué temer que exploremos? La Iglesia no es un club que
necesite socios para que le aporten cuotas.
— ¿Qué es la meditación para usted?
— En realidad, la meditación es hacer silenciosa la oración. ¿Y qué estás
haciendo sino meditar después de comulgar? Eso se solapa con la oración y la
contemplación, porque hay momentos en los que no sabes si estás orando,
meditando o contemplando. Son palabras de una misma constelación que fluyen
unas hacia las otras, y sobre todo, hacia Dios, que está en la profundidad del
silencio.
— ¿Cree que la Iglesia ha monopolizado a Dios?
— La Iglesia, ¿quién es? Iglesia somos todos.
— Me refiero al Vaticano.
— Bueno, el Vaticano surgió para sostener la civilización que cayó con el
Imperio romano y, de hecho, las parroquias y las diócesis son distribuciones
territoriales de aquel imperio. Por lo tanto, no era tanto la ambición de poder
cuanto el deseo de dar continuidad a una civilización. Es cierto que los Papas
medievales y renacentistas fueron soberanos y fueron acumulando riquezas y
ahora no sabemos qué hacer con ellas. Ojalá un día podamos dejar el Vaticano
para la Unesco, para el Patrimonio de la Humanidad o para quien sea y el Papa
se vaya a vivir a un lugar más sencillo como ha intentado Francisco. El
prestigio de la Iglesia no viene por la Capilla Sixtina sino por vivir en
verdad el evangelio.
— Entiendo que es favorable a Francisco.
— Ha abierto las puertas, las ventanas, ha entrado el aire fresco. Ya no nos
miramos tanto a nosotros mismos. La llamada de la Iglesia está fuera de sí
misma, al servicio del mundo. Para esto es necesario una organización, sin
duda, pero cuando la Iglesia está demasiado pendiente de sí misma, es signo
letal de narcisismo.
— …que es la enfermedad de nuestros días.
— Pues sí, la Iglesia ha sido muy narcisista, pero, gracias a Dios, ahora
tenemos un Papa que no lo es.
— Y eso crea tensiones.
— Claro. Cuando a un narcisista le pones en cuestión se pone nervioso. No
puede darse cuenta de que, en realidad, le estás liberando, porque el
narcisismo es una terrible prisión. Pero como nos adaptamos a todo, en nuestra
misma cárcel estamos más cómodos que en la intemperie. Cuando atravesamos ese
umbral, hay resurrección. En la fe cristiana está el dinamismo mismo de la
vida: siempre estamos muriendo a lo que conocemos para poder nacer a lo que
desconocemos. Entre medio, hay que soltar. Si no lo haces, la resistencia hace
mucho más difícil el proceso.
— ¿A quién admira usted?
— Dentro de la tradición cristiana, al padre Arrupe y a Pedro Casaldáliga. Al
primero porque no tuvo nostalgia del pasado, sino del futuro; y al segundo, por
su fidelidad a los desheredados del Brasil, a costa de arriesgar su vida. De
otras tradiciones, a Gandhi y al Dalai Lama, a ambos por su radical compromiso
con la no-violencia. En el ashram (comunidad) de
Gandhi se velaba para que ni siquiera el menor de los pensamientos pudiera
ofender a sus adversarios y el Dalai Lama jamás ha hablado mal de los chinos,
los invasores y destructores de su país. Ni un insulto, ni una vejación.