28 de enero de 2019

Los pueblos originarios, en la JMJ

Por

Jóvenes indígenas católicos de doce países, representando a cuarenta pueblos originarios participan en la JMJ

“Asumimos la memoria de nuestro pasado para construir la esperanza con valentía”, así intitularon su mensaje los participantes del Encuentro Mundial de la Juventud Indígena (EMJI 2019), celebrado en Soloy, Comarca Ngäbe-Bugle, Panamá, previo al inicio de la JMJ.

Jóvenes indígenas católicos de doce países, representando a cuarenta pueblos originarios, rescataron la memoria viva de sus pueblos, la importancia de vivir en armonía con la Madre tierra y ser protagonistas en la construcción del otro mundo posible.
Tras recibir el mensaje del Papa Francisco al inicio del EMJI donde invita a la juventud indígena a “hacerse cargo de las raíces, porque de las raíces viene la fuerza que los va a hacer crecer, florecer y fructificar”, los jóvenes reunidos en Panamá mostraron su adhesión y alegría a las palabras del Pontífice.


El dolor de un contubernio contra los pueblos originarios

Durante el EMJI 2019, no faltaron las denuncias a las numerosas violaciones a la dignidad de los pueblos originarios: invasiones y explotación de territorios originarios, gobiernos que violan las leyes de protección ciudadana, las transnacionales y los grandes proyectos económicos que violan a la Casa Común a través de la minería, deforestación, construcción de hidroeléctricas y el turismo invasivo.
“Así mismo, reconocemos con dolor que las autoridades y gobiernos, quienes deberían de cuidar a la población en general, especialmente a los más débiles, crean alianzas con poderes económicos para llevar a cabo sus intereses individuales marginando a los demás”, dicen en su comunicado final los pueblos originarios.
“Sentimos el sufrimiento que vive particularmente el pueblo Naso y Emberá en Panamá por la falta de respuesta del gobierno para la demarcación de su territorio, la masacre de los pueblos indígenas en Brasil, especialmente los Guarani, Kaiowa y Karipuna que viven con una amenaza inmediata de genocidio y la masacre de los jóvenes nicaragüenses por defender los derechos de sus pueblos”, abundan más adelante.
De igual manera los jóvenes indígenas católicos se mostraron preocupados por la amenaza y el asesinato de líderes indígenas “cuando defienden los derechos de sus pueblos y la Madre Tierra”.

 Entretejidos en la Casa Común

En la parte central del comunicado de la EMJI 2019, los jóvenes indígenas, exigieron el respeto a su diversidad, cosmovisiones y modos de vivir, manifestados en las practicas del Buen Vivir.
“De la misma forma nosotros como pueblos indígenas reconocemos que la tierra es nuestra madre, por eso demandamos el cuidado de la Casa Común para que todos los pueblos tengan vida y un futuro que ofrecer a las nuevas generaciones debido a que en esta tierra estamos entretejidos”, puntualizan en su comunicado.
Luego, han hecho un llamado a los gobiernos y a la sociedad en general que se reconozcan y demarquen los territorios indígenas, y proporcionen una educación que respete las culturas de los pueblos originarios como culturas distintas, con sus propias riquezas y sabidurías.
“A nuestra querida Iglesia, pedimos los espacios apropiados para vivir nuestras espiritualidades, desde nuestras cosmovisiones, herencias de nuestras abuelas y abuelos, y el respeto a las teologías particulares de nuestros pueblos, frutos de la síntesis entre nuestra fe ancestral y la plenitud de nuestra esperanza en la persona de Jesucristo”.
Y terminan diciendo: “¡Ha llegado el momento de vivir con alegría el rostro indígena de la Iglesia!”

Jaime Septién

24 de enero de 2019

Sobre las aguas… (de gente)

Por
La fotografía está dando la vuelta al mundo. En Panamá, un grupo de jóvenes levanta a un chico en silla de ruedas para que pueda ver la llegada del papa Francisco.
La fotografía la realiza Carlos Yap y simboliza el compañerismo y la amistad. Gracias a este detalle de sus compañeros, Lucas Henríquez pudo sentir la mirada del papa Francisco. Ellos no vieron al Papa, quisieron que fuera Lucas quien disfrutara del momento.


Foto del día, Panamá 24/1/2019

22 de enero de 2019

El Tribunal Supremo elimina las diócesis en Puerto Rico

Por

Considera que toda la Iglesia católica de la isla es una misma entidad

Parecería cosa de locos, pero es verdad. Una isla como Puerto Rico, con 3.4 millones de habitantes, mayoritariamente católica (70 por ciento de su población actual lo declara así), de pronto, por una decisión judicial, se ha quedado sin diócesis.
Hasta el momento, la pequeña isla caribeña tenía seis diócesis, seis obispos que gobernaban cada una de ellas, contando con el arzobispo metropolitano de San Juan, la principal circunscripción eclesiástica de este que es un Estado libre asociado a Estados Unidos.
Pero esta división histórica, y natural en la formación de la Iglesia católica, ahora se ven amenazada por el Tribunal Supremo de Puerto Rico, quien considera que toda la Iglesia católica de la isla es una misma entidad, algo que no recoge el Derecho Canónico.
Los católicos portorriqueños han estado defendiendo su derecho a organizarse sin injerencias del poder judicial norteamericano. Por ejemplo, la arquidiócesis de San Juan ha apelado al Tribunal Supremo de Estados Unidos para solicitar que revoque la decisión del Supremo de Puerto Rico de declarar que todas las diócesis en la isla son una sola entidad. La arquidiócesis alega que el Supremo de Puerto Rico viola la libertad religiosa al intentar cambiar la estructura de las instituciones católicas en la isla.

Desde San Juan no se gobierna la Iglesia de Puerto Rico

El asunto viene de atrás, por la demanda interpuesta por maestros de colegios católicos que reclaman sus pensiones. A raíz de esta demanda, el Supremo en la isla declaró que no solo la arquidiócesis de San Juan, sino todas las entidades católicas en Puerto Rico, debían responder como si fueran una sola al reclamo de los maestros.
El recurso de la arquidiócesis de San Juan agrega que ese fallo “no solo es una afrenta contra la Iglesia Católica, sino a este tribunal, que ha hecho claro una y otra vez que ‘tribunales civiles no pueden ejercer jurisdicción’ sobre asuntos de ‘gobernanza eclesiástica’”.
La arquidiócesis sometió una moción en el Tribunal de Quiebra federal, en San Juan, que incluyó el documento de la apelación al Supremo federal para reforzar su petición de que no se desestime el proceso de quiebra por el hecho de que las diócesis de Mayagüez, Ponce y Arecibo no han querido participar.
Por su parte, los representantes de los maestros se unieron a la solicitud del Síndico de Estados Unidos para que se desestime la protección de quiebra.
En un extenso documento donde se expone el estado de la situación que guardan las diócesis, las demandas, las escuelas católicas y los recursos interpuestos, el arzobispo de San Juan, Roberto González Nieves ha aclarado que “no es cierto” que él sea “el jefe” de la Iglesia católica en Puerto Rico.
Y añade que la Iglesia en Puerto Rico “subsiste con sus seis diócesis” y de la San Juan es solo una de ellas. Ciertamente, la más antigua de todas, la más grande en cuanto población, pero no en cuanto territorio. Y desde la arquidiócesis de San Juan, expone el arzobispo González Nieves, “no se administra, ni se dirige, ni se gobierna a la Iglesia Católica de Puerto Rico”.

Jaime Septién

16 de enero de 2019

RECORDATORIO INTENCIONES de ENERO

Por
INTENCIONES PARA LA ORACIÓN DE CADA MES DEL 2019
FAMILIA DE PEDRO BIENVENIDO NOAILLES
“VIVAMOS LA COMUNIÓN CELEBREMOS LA FAMILIA”

ENERO: Comunidad apostólica de Alcalá La Real,
comunidad apostólica de Las Flores (Málaga),
grupo de asociados laicos de Navalmoral de la Mata y Plasencia (Cáceres)
y grupo de asociados laicos de Jaén-1

15 de enero de 2019

Desde el PAPA a los OBISPOS

Por
Importante carta del Papa Francisco a los obispos de Estados Unidos sobre cómo combatir de los abusos                                                       

A los Obispos de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos de Norte América, reunidos en ejercicios espirituales, propuestos por el Papa Francisco y predicador por padre capuchino Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia

Importante carta del Papa Francisco a los obispos de Estados Unidos sobre cómo combatir de los abusos

A los Obispos de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos de Norte América, reunidos en ejercicios espirituales, propuestos por el Papa Francisco y predicador por padre capuchino Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia
Queridos hermanos, el pasado 13 de setiembre, durante el encuentro que mantuve con la Presidencia de la Conferencia Episcopal, sugerí que ustedes hicieran juntos los ejercicios espirituales: un tiempo de retiro, oración y discernimiento como eslabón necesario y fundamental en el camino para afrontar y responder evangélicamente a la crisis de credibilidad que atraviesan como Iglesia. Lo vemos en el Evangelio, el Señor en momentos importantes de su misión se retiraba y pasaba toda la noche en oración e invitaba a sus discípulos a hacer lo mismo (Cf. Mc 14, 38). Sabemos que la envergadura de los acontecimientos no resiste cualquier respuesta y actitud; por el contrario, exige de nosotros pastores, la capacidad y especialmente la sabiduría de gestar una palabra fruto de la escucha sincera, orante y comunitaria de la Palabra de Dios y del dolor de nuestro pueblo. Una palabra gestada en la oración del pastor que, como Moisés, lucha e intercede por su pueblo (Cf. Ex 32, 30-32).

En el encuentro, le manifesté al cardenal DiNardo y a los obispos presentes mi deseo de acompañados personalmente un par de días, en estos ejercicios espirituales, lo cual fue recibido con alegría y esperanza. Como sucesor de Pedro, quería unirme a ustedes y con ustedes implorar al Señor que envíe su Espíritu capaz de «hacer nuevas todas las cosas» (Cf. Ap 21,5) y mostrar los caminos de vida que, como Iglesia, estamos llamados a recorrer para el bien de todo el pueblo que nos fue confiado. A pesar de los esfuerzos realizados, por problemas de logística, no podré acompañados personalmente. Esta carta quiere suplir, de alguna manera, el viaje fallido. También me alegra que hayan aceptado el ofrecimiento que el predicador de la Casa Pontifica sea quien guíe con su sapiente experiencia espiritual estos ejercicios espirituales.

Con estas líneas, quiero estar más cerca y como hermano reflexionar y compartir algunos aspectos que considero importantes, así como estimularlos en la oración y en los pasos que dan en la lucha contra la «cultura del abuso» y en la manera de afrontar la crisis de la credibilidad.

«Entre ustedes no debe suceder así, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos». (Mc 10, 43-44). Estas palabras, con las que Jesús cierra el debate y pone luz a la indignación que se produjo entre los discípulos al escuchar a Santiago y Juan pedir sentarse a la derecha y a la izquierda del Maestro (Cf. Mc 10, 37) nos servirán de guía en esta reflexión que quiero realizar junto a ustedes.
El evangelio no teme develar y evidenciar ciertas tensiones, contradicciones y reacciones que existen en la vida de la primera comunidad discipular; es más, pareciera hacerlo ex professo: búsqueda de los primeros puestos, celos, envidias, arreglos y acomodos. Así también como todas las intrigas y complots que, secretamente unas veces y públicamente otras, se organizaron en tomo al mensaje y persona de Jesús por parte de las autoridades políticas, religiosas y de los mercaderes de la época (Cf. Mc 11, 15-18). Conflictos que aumentaban a medida que se acercaba la Hora de Jesús en su entrega en la cruz cuando el príncipe de este mundo, el pecado y la corrupción parecían tener la última palabra contaminando todo de amargura, desconfianza y murmuración.
Como lo había profetizado el anciano Simeón, los momentos difíciles y de encrucijada tienen la capacidad de sacar a la luz los pensamientos íntimos, las tensiones y contradicciones que habitan personal y comunitariamente en los discípulos (Cf. Lc 2, 35). Nadie puede darse por eximido de esto; estamos invitados como comunidad a velar para que, en esos momentos, nuestras decisiones, opciones, acciones e intenciones no estén viciadas (o lo menos viciadas) por estos conflictos y tenciones internas y sean, por sobre todo, una respuesta al Señor que es vida para el mundo. En los momentos de mayor turbación, es importante velar y discernir para tener un corazón libre de compromisos y de aparentes certezas para escuchar qué es lo que más le agrada al Señor en la misión que nos ha encomendado. Muchas acciones pueden ser útiles, buenas y necesarias y hasta pueden parecer justas, pero no todas tienen «sabor» a evangelio. Si me permiten decirlo de manera coloquial: hay que tener cuidado de que «el remedio no se vuelva peor que la enfermedad». Y eso nos pide sabiduría, oración, mucha escucha y comunión fraterna.
  1. «Entre ustedes no debe suceder así».
En los últimos tiempos, la Iglesia en los Estados Unidos se ha visto sacudida por múltiples escándalos que tocan en lo más íntimo su credibilidad. Tiempos tormentosos en la vida de tantas víctimas que sufrieron en su carne el abuso de poder, de conciencia y sexual por parte de ministros ordenados, consagrados, consagradas y fieles laicos; tiempos tormentosos y de cruz para esas familias y el Pueblo de Dios todo.
La credibilidad de la Iglesia se ha visto fuertemente cuestionada y debilitada por estos pecados y crímenes, pero especialmente por la voluntad de querer disimularlos y esconderlos, lo cual generó una mayor sensación de inseguridad, desconfianza y desprotección en los fieles. La actitud de encubrimiento, como sabemos, lejos de ayudar a resolver los conflictos, permitió que los mismos se perpetuasen e hirieran más profundamente el entramado de relaciones que hoy estamos llamados a curar y recomponer.
Somos conscientes que los pecados y crímenes cometidos y todas sus repercusiones a nivel eclesial, social y cultural crearon una huella y herida honda en el corazón del pueblo fiel. Lo llenaron de perplejidad, desconcierto y confusión; y esto sirve también muchas veces como excusa para desacreditar continuamente y poner en duda la vida entregada de tantos cristianos que «muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre» (Cf. EG 76). Cada vez que la palabra del Evangelio molesta o se vuelve testimonio incómodo, no son pocas las voces que pretenden silenciarla señalando el pecado y las incongruencias de los miembros de la Iglesia y más todavía de sus pastores.
Huella y herida que también se traslada al interior de la comunión episcopal generando no precisamente la sana y necesaria confrontación y las tensiones propias de un organismo vivo sino la división y la dispersión (Cf. Mt 26, 31b), frutos y mociones no ciertamente del Espíritu Santo, sino «del enemigo de natura humana» (1), que saca más provecho de la división y dispersión que de las tensiones y desacuerdos lógicos y esperables en la coexistencia de los discípulos de Cristo.
La lucha contra la cultura del abuso, la herida en la credibilidad, así como el desconcierto, la confusion y el desprestigio en la misión reclaman y nos reclaman una renovada y decidida actitud para resolver el conflicto. «Ustedes saben que aquellos a quienes se consideran gobernantes — nos diría Jesús — dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos los hacen sentir su autoridad. Entre Ustedes no debe suceder así». La herida en la credibilidad exige un abordaje particular pues no se resuelve por decretos voluntaristas o estableciendo simplemente nuevas comisiones o mejorando los organigramas de trabajo como si fuésemos jefes de una agencia de recursos humanos. Tal visión termina reduciendo la misión del pastor y de la Iglesia a mera tarea administrativa/organizativa en la «empresa de la evangelización». Dejémoslo claro, muchas de estas cosas son necesarias, pero insuficientes, ya que no logran asumir y abordar la realidad en su complejidad y corren el riesgo de terminar reduciéndolo todo a problemas organizativos.
La herida en la credibilidad toca neurálgicamente nuestras formas de relacionarnos. Podemos constatar que existe un tejido vital que se vio dañado y, como artesanos, estamos llamados a reconstruir. Esto implica la capacidad — o no — que poseamos como comunidad de construir vínculos y espacios sanos y maduros, que sepan respetar la integridad e intimidad de cada persona. Implica la capacidad de convocar para despertar y dar confianza en la construcción de un proyecto común, amplio, humilde, seguro, sobrio y transparente. Y esto exige no solo una nueva organización, sino la conversión de nuestra mente (metánoia), de nuestra manera de rezar, de gestionar el poder y el dinero, de vivir la autoridad así también de cómo nos relacionamos entre nosotros y con el mundo. Las transformaciones en la Iglesia siempre tienen como horizonte suscitar y estimular un estado constante de conversión misionera y pastoral que permita nuevos itinerarios eclesiales cada día más conformes al Evangelio y, por tanto, respetuosos de la dignidad humana. La dimensión programática de nuestras acciones debe ir acompañada de su dimensión paradigmática la cual muestra el espíritu y el sentido de lo que se hace. Una y otra se reclaman y necesitan. Sin este claro y decidido enfoque todo lo que se haga correrá el riesgo de estar teñido de autoreferencialidad, autopreservación y autodefensa y, por tanto, condenado a caer en «saco roto». Será quizás un cuerpo bien estructurado y organizado, pero sin fuerza evangélica, ya que no ayudará a ser una Iglesia más creíble y testimonial sino «campana que resuena o platillo que retiñe» (1 Cor 13, 1).
Una nueva estación eclesial necesita, fundamentalmente, de pastores maestros del discernimiento en el paso de Dios por la historia de su pueblo y no de simples administradores, ya que las ideas se discuten, pero las situaciones vitales se disciernen. De ahí que, en medio de la desolación y confusión que viven nuestras comunidades, nuestro deber es — en primer lugar — encontrar un espíritu común capaz de ayudarnos en el discernimiento, no para obtener la tranquilidad fruto de un equilibrio humano o de una votación democrática que haga «vencer» a unos sobre otros, ¡esto no! Sino una manera colegialmente paterna de asumir la situación presente que proteja — sobre todo — de la desesperanza y de la orfandad espiritual al pueblo que nos fue encomendado (2). Esto nos posibilita sumergirnos mejor en la realidad, intentando comprenderla y escucharla desde dentro sin quedar presos de la misma.
Sabemos que los momentos de turbación y de prueba suelen amenazar nuestra comunión fraterna, pero sabemos también que pueden convertirse en momentos de gracia que afiancen nuestra entrega a Cristo y la hagan creíble. Esta credibilidad no radicará en nosotros mismos, ni en nuestros discursos, ni en nuestros méritos, ni en nuestra honra personal o comunitaria, símbolos de nuestra pretensión — casi siempre inconsciente — de justificamos a nosotros mismos a partir de nuestras propias fuerzas y habilidades (o de la desgracia ajena). La credibilidad será fruto de un cuerpo unido que, reconociéndose pecador y limitado es capaz de proclamar la necesidad de la conversión. Porque no queremos anunciarnos a nosotros mismos sino a Aquel que por nosotros murió (2 Cor. 4, 5) y testimoniar cómo en los momentos más oscuros de nuestra historia el Sector se hace presente, abre caminos y unge la fe descreída, la esperanza herida y la caridad adormecida.
La conciencia personal y comunitaria de nuestros límites nos recuerda, como dijo San Juan XXIII que «la autoridad no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior»(3) y por tanto no puede aislarse en su discernimiento y en la búsqueda del bien común. Una fe y una conciencia despojada de la instancia comunitaria, como si fuese un «trascendental kantiano», poco a poco termina anunciando «un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo» y presentará una falsa y peligrosa oposición entre el ser personal y el ser eclesial, entre un Dios puro amor y la carne entregada de Jesucristo. Es más, se puede correr el riesgo de terminar haciendo de Dios un «ídolo» de un determinado grupo existente. La constante referencia a la comunión universal, como también al Magisterio y a la Tradición milenaria de la Iglesia, salva a los creyentes de la absolutización del «particularismo» de un grupo, de un tiempo, de una cultura dentro de la Iglesia. La catolicidad se juega también en la capacidad que tengamos los pastores de aprender a escuchamos, ayudar y ser ayudados, trabajar juntos y recibir las riquezas que las otras Iglesias puedan aportar en el seguimiento de Jesucristo. La catolicidad en la Iglesia no puede reducirse solamente a una cuestión meramente doctrinal o jurídica, sino que nos recuerda que en esta peregrinación no estamos ni vamos solos: «¿Un miembro sufre? Todos los demás sufren con él» (1 Cor 12, 26).
Esta conciencia colegial de hombres pecadores en permanente conversión, pero también desconcertados y afligidos con todo lo sucedido, nos permite entrar en comunión afectiva con nuestro pueblo y nos librará de buscar falsos, rápidos y vanos triunfalismos que pretendan asegurar espacios más que iniciar y despertar procesos. Nos protegerá de recurrir a seguridades anestesiantes que impidan acercamos y comprender el alcance y las ramificaciones de lo acontecido. Por otra parte, favorecerá la búsqueda de medios aptos no ligados a vanos apriorismos ni petrificados en expresiones inmóviles que han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres y mujeres de nuestro tiempo (4).
La comunión afectiva con el sentir de nuestro pueblo, con su desconfianza, nos impulsa a ejercer una colegial paternidad espiritual que no banalice las respuestas ni tampoco quede presa de una actitud a la defensiva sino que busque aprender — como lo hizo el profeta Elías en medio de su desolación — a escuchar la voz del Señor que no se encuentra ni en las tempestades ni en los terremotos sino en la calma que nace de confesar el dolor en su situación presente y se deja convocar una vez más por Su palabra (1 Re 19, 9-18).
Esta actitud nos pide la decisión de abandonar como modus operandi el desprestigio y la deslegitimación, la victimización o el reproche en la manera de relacionarse y, por el contrario, dar espacio a la brisa suave que solo el Evangelio nos puede brindar. No nos olvidamos que «la falta colegial de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que integra en un camino sincero y real de crecimiento»(5). Todos los esfuerzos que hagamos para romper el círculo vicioso del reproche, la deslegitimación y el desprestigio, evitando la murmuración y la calumnia en pos de un camino de aceptación orante y vergonzoso de nuestros límites y pecados y estimulando el diálogo, la confrontación y el discernimiento, todo esto nos dispondrá a encontrar caminos evangélicos que susciten y promuevan la reconciliación y la credibilidad que nuestro pueblo y la misión nos reclama. Eso lo haremos si somos capaces de dejar de proyectar en los otros las propias confusiones e insatisfacciones, que constituyen obstáculos para la unidad (Cf. EG 96), y nos atrevamos a ponernos juntos de rodillas delante del Señor y dejarnos interpelar por sus llagas, en las que podremos ver las llagas del mundo. «Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes — nos diría Jesús — dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos los hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así».
  1. «El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos»
El Pueblo fiel de Dios y la misión de la Iglesia han sufrido y sufren mucho a causa de los abusos de poder, conciencia, sexual y de su mala gestión como para que le sumemos el sufrimiento de encontrar un episcopado desunido, centrado en desprestigiarse más que en encontrar caminos de reconciliación. Esta realidad nos impulsa a poner la mirada en lo esencial y a despojamos de todo aquello que no ayuda a transparentar el Evangelio de Jesucristo.
Hoy se nos pide una nueva presencia en el mundo conforme a la Cruz de Cristo, que se cristalice en servicio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Recuerdo las palabras de san Pablo VI al inicio de su pontificado: «Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía: el servicio. Debemos recordar todo esto y esforzamos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó (Jn. 13, 14-17)» (6).
Esta actitud no reivindica para sí los primeros lugares ni el éxito o el aplauso de nuestros actos sino que pide, de nosotros pastores, la opción fundamental de querer ser semilla que germinará cuando y donde el Señor mejor lo disponga. Se trata de una opción que nos salva de caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos con los criterios de funcionalidad y eficiencia que rige el mundo de los negocios; más bien el camino es abrirnos a la eficacia y al poder transformador del Reino de Dios que al igual que un grano de mostaza — la más pequeña e insignificante de todas las semillas — logra convertirse en arbusto que sirve para cobijar (Cf. Mt 13, 32-33). No podemos permitirnos, en medio de la tormenta, perder la fe en la fuerza silenciosa, cotidiana y operante del Espíritu Santo en el corazón de los hombres y de la historia.
La credibilidad nace de la confianza, y la confianza nace del servicio sincero y cotidiano, humilde y gratuito hacia todos, pero especialmente hacia los preferidos del Señor (Mt 25, 31-46). Un servicio que no pretende ser marketinero o estratégico para recuperar el lugar perdido o el reconocimiento vano en el entramado social sino — como quise señalarlo en la última exhortación apostólica Gaudete et exsultate — porque pertenece «a la sustancia misma del Evangelio de Jesús» (7).
La llamada a la santidad nos defiende de caer en falsas oposiciones o reduccionismos y de callarnos ante un ambiente propenso al odio y a la marginación, a la desunión y a la violencia entre hermanos. La Iglesia «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) Lleva en su ser y en su seno la sagrada misión de ser tierra de encuentro y hospitalidad no sólo para sus miembros sino con todo el género humano. Pertenece a su identidad y misión trabajar incansablemente por todo aquello que contribuya a la unidad entre personas y pueblos como símbolo y sacramento de la entrega de Cristo en la Cruz por todos los hombres sin ningún tipo de distinción, «ya no hay judío o pagano, esclavo ni hombre libre, varón y mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús» (Gal. 3, 28).
Este es su mayor servicio, más aún cuando vemos el resurgimiento de nuevos y viejos discursos fratricidas. Nuestras comunidades hoy deben testimoniar de modo concreto y creativo que Dios es Padre de todos y que ante su mirada la única clasificación posible es la de hijos y hermanos. La credibilidad se juega también en la medida en que ayudemos, junto a otros actores, a hilar un entramado social y cultural que no solo se está resquebrajando, sino también alberga y posibilita nuevos odios. Como Iglesia, no podemos quedar presos de una u otra trinchera, sino velar y partir siempre desde el más desamparado. Desde allí el Señor nos invita a ser, como reza la plegaria eucarística Vd: «En medio de nuestro mundo, dividido por las guerras y discordias, instrumentos de unidad, de concordia y de paz».
¡Qué altísima tarea tenemos entre manos hermanos; no la podemos callar y anestesiar por nuestros límites y faltas! Recuerdo las sabias palabras de madre Teresa de Calcuta que podemos repetir personal y comunitariamente: «Sí, tengo muchas debilidades humanas, muchas miserias humanas. […] Pero Él baja y nos usa, a usted y a mí, para ser su amor y su compasión en el mundo, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras miserias y defectos. Él depende de nosotros para amar al mundo y demostrarle lo mucho que lo ama. Si nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo para los demás» (8).
Queridos hermanos, el Señor sabía muy bien que, en la hora de la cruz, la falta de unidad, la división y la dispersión, así como las estrategias para liberarse de esa hora serían las tentaciones más grandes que vivirían sus discípulos; actitudes que desfigurarían y dificultarían la misión. Por eso pidió Él mismo al Padre que los cuidara para que, en esos momentos, fueran uno, como ellos dos son uno, y ninguno se perdiese (Cf. Jn 17, 11-12). Confiados y sumergiéndonos en la oración de Jesús al Padre queremos aprender de Él y, con determinada deliberación, comenzar este tiempo de oración, silencio y reflexión, de diálogo y comunión, de escucha y discernimiento, para dejar que Él moldee el corazón a su imagen y ayude a descubrir su voluntad.
En este camino no vamos solos, María acompañó y sostuvo desde el inicio a la comunidad de los discípulos; con su presencia maternal ayudó a que la comunidad no se «desmadrara» por los caminos de los encierros individualistas y la pretensión de salvarse a sí misma. Ella protegió a la comunidad discipular de la orfandad espiritual que desemboca en la auto-referencialidad y con su fe les permitió perseverar en lo incomprensible, esperando que llegue la luz de Dios. A ella le pedimos que nos mantenga unidos y perseverantes, como el día de Pentecostés para que el Espíritu sea derramado en nuestros corazones y nos ayude en todo momento y lugar a dar testimonio de su Resurrección.
Queridos hermanos, con estas reflexiones me uno a ustedes en estos días de ejercicios espirituales. Rezo por ustedes; por favor háganlo por mí.
Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.
Fraternalmente,
FRANCISCO
Ciudad del Vaticano, 1 de enero de 2019

Publicado en Eclesia
______________________
(1) San Ignacio, Ejercicios Espirituales, 135.
(2)Cf. Jorge M. Bergoglio, Las cartas de la tribulación, 12. Ed. Diego De Torres, Buenos Aires (1987).
(3) Juan XXIII, Pacem in terris, 47.
(4) Pablo VI, Ecclesiam suam, 39
(5) Francisco, Gaudete et exsultate, 50.
(6) Pablo VI, Ecclesiam suam, 39.
(7) Francisco, Gaudete et exsultate, 97.
(8) Madre Teresa de Calcuta, Cristo en los pobres, 37-38. Francisco, Gaudete et exsultate, 107.
 

                                                       

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