Ejercicio del Santos Vía Crucis
Todos: Por la señal de la santa
cruz…
Guía:
Acto de contrición.
Todos:
Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre
verdadero, Creador, Padre y Redentor
mío; por ser vos quien sois, bondad infinita,
y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno.
Ayudado de vuestra divina
gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta.
Amén.
MONICIÓN INICIAL
Guía:
En esta meditación trataremos de seguir las huellas del Señor en
el camino
que va desde el pretorio
de Pilatos hasta el lugar llamado «calavera», el Gólgota
en hebreo (Jn 19, 17). El Vía Crucis
de nuestro Señor Jesucristo está históricamente vinculado a los sitios que Él hubo de recorrer.
Pero hoy día ha sido trasladado también a muchos otros lugares,
donde los fieles del Divino Maestro quieren seguirle en espíritu por las calles de Jerusalén. Habitualmente en nuestras
iglesias las estaciones
son catorce, como en Jerusalén
entre el pretorio y la basílica del Santo Sepulcro. Ahora nos detendremos espiritualmente en estas estaciones, meditando en el misterio
de Cristo cargando con la cruz.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
Llegado al umbral de su Pascua, Jesús está en presencia
del Padre. ¿Cómo habría podido ser de otra manera, dado que su diálogo secreto de amor con el Padre nunca se había interrumpido? «Ha llegado la hora» (Jn 16, 32); la hora prevista desde el principio, anunciada a los discípulos, que no se parece a ninguna otra, que contiene y las compendia todas justo mientras están a punto de cumplirse en los brazos del Padre.
Improvisamente, aquella hora da miedo.
De este miedo no se nos oculta nada. Pero allí, en el culmen de la angustia,
Jesús se refugia en el Padre con la oración.
En Getsemaní, aquella tarde, la lucha se convierte en un cuerpo a cuerpo extenuante,
tan áspero que en el rostro de Jesús el sudor se
transforma en sangre. Y Jesús osa por última vez, ante del Padre, manifestar la turbación
que lo invade: «¡Padre, si quieres,
aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga mi
voluntad, sino la tuya»
(Lc 22, 42).
Dos voluntades se enfrentan por un momento, para confluir luego en un abandono
de amor ya anunciado por Jesús: «Es necesario que el mundo comprenda que amo al Padre, y que lo que el Padre
me manda, yo lo hago» (Jn 14, 31).
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
Desde la primera
vez que se le menciona,
Judas es indicado como «el mismo que le entregó» (Mt 10, 4; Mc 3, 19; Lc 6, 13); el trágico apelativo de "traidor" quedaría unido para siempre a
su recuerdo.
¿Cómo pudo llegar a tanto uno que Jesús había elegido
para que lo siguiera de cerca?
Judas, ¿se dejó arrastrar
por un amor frustrado a Jesús, que se volvió en sospecha y resentimiento? Así lo haría pensar el beso, gesto que habla de amor, pero que se convirtió el gesto de entrega de Jesús a los soldados.
¿O fue quizás víctima de la desilusión ante un Mesías
que huía del papel político de liberador
de Israel del dominio extranjero?
Judas no tardaría
en percatarse que su sutil chantaje terminaba en un desastre. Porque no había deseado la muerte del Mesías, sino sólo que se recobrase
y asumiese una actitud decidida. Y
entonces: vano arrepentimiento de su gesto, de rechazo al sueldo de la
traición (Mt 27, 4), cediendo a la desesperación.
Cuando Jesús habla de Judas como «hijo de la perdición», se limita
a recordar que así se cumplía la Escritura
(Jn 17, 12). Un misterio
de iniquidad que nos sobrepasa, pero que no puede superar
el
misterio de la misericordia.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz redimiste
al
mundo
Lector:
Jesús está sólo ante el sanedrín. Los discípulos han huido. Desorientados por la detención a la que alguno trató de reaccionar con la violencia. Huido también quien poco antes había exclamado: «¡Vayamos también nosotros a morir con él!» (Jn 11, 16).
El miedo los ha vencido.
La brutalidad del acontecimiento ha prevalecido sobre su frágil propósito. Han cedido, arrastrados por la corriente
de la vileza. Dejan que Jesús afronte, solo, su suerte. Sin embargo, formaban del círculo de sus íntimos, Jesús los había llamado sus «amigos» (Jn 15, 15). Alrededor
de él ahora queda sólo una muchedumbre
hostil, concorde en desear
su muerte.
Ya otras veces se había cernido la muerte sobre Jesús, cuando aludía a su origen divino. Ya otras veces, quien lo escuchaba
había intentado apedrearlo. «No por ninguna obra buena -afirmaban-, sino por la blasfemia, porque tú, que eres hombre,
te haces Dios» (Jn 10, 33).
Ahora el sumo sacerdote le apremia a declarar
ante a todos si es o no Hijo de Dios. Jesús no rehúsa: lo confirma con la misma gravedad. Firma así la propia condena
a muerte.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
De los discípulos que había huidos, regresan dos, siguiendo a distancia
a los soldados
y a su prisionero. Movido por una especie de curiosidad, quizás por no darse cuenta del riesgo.
Pedro no tarda en ser reconocido: lo delata el acento galileo y el testimonio de quién lo ha visto desenvainar la espada en el huerto
de los Olivos.
Pedro se refugia en la mentira: niega todo. No se percata
de que así reniega de su Señor, desmiente sus ardientes declaraciones de fidelidad
absoluta. No entiende que así niega también su propia
identidad.
Pero un gallo canta, Jesús se vuelve, dirige su mirada a Pedro y
da sentido a aquel canto. Pedro entiende
y rompe en lágrimas. Lágrimas amargas, pero endulzadas por el recuerdo de las palabras
de Jesús: «No he venido para condenar,
sino para salvar»
(Jn 12, 47). Ahora le reitera aquella
mirada de "ternura y piedad", la misma mirada del Padre «lento a la cólera y grande en el amor», «qué no nos trata según nuestros pecados, no nos paga conforme
a nuestras culpas» (Sal 103, 8.10). Pedro se sumerge
en aquella mirada. En la mañana de Pascua las lágrimas
de Pedro serán lágrimas de
alegría.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
Un hombre sin culpa alguna está ante Pilatos. La ley y el derecho lo dejan al arbitrio de un poder
totalitario que busca el
consenso de la muchedumbre.
En un mundo injusto, el justo acaba siendo rechazado
y condenado. Viva el homicida, muera el que da la vida. Si liberas
a Barrabás, el bandolero
llamado "hijo del Padre", se crucifique al que ha revelado al Padre y es el verdadero Hijo del Padre.
Otros, no Jesús, son los hostigadores del pueblo. Otros, no Jesús, han hecho lo que está mal a los ojos de Dios. Pero el poder teme por su propia autoridad,
renuncia a la autoridad que
le viene
de hacer
lo que
es justo, y abdica.
Pilatos, la autoridad
que tiene poder de vida y muerte,
Pilatos, que no titubeó en ahogar en la sangre los focos de la revuelta
(Lc 13, 1) Pilatos, que gobernaba con puño de hierro
aquella oscura provincia del imperio, soñando poderes más vastos,
abdica, entrega a un inocente,
y con ello la propia
autoridad, a una muchedumbre vociferante.
El que en el silencio
se entregó a la voluntad del Padre es de este modo abandonado a la voluntad
de quien grita
más
fuerte.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
A
la condena inicua
se añade el ultraje de la flagelación. Entregado en manos de los hombres,
el cuerpo de Jesús es desfigurado. Aquel cuerpo
nacido de la Virgen María,
qué hizo de Jesús "el más bello de los hijos de Adán", qué dispensó
la unción de la Palabra - «la
gracia está derramada
en tus labios» (Sal 45, 3)-, ahora
es
golpeado cruelmente por el
látigo.
El rostro transfigurado en el Tabor es desfigurado en el pretorio:
rostro de quién, insultado, no responde;
de quién, golpeado,
perdona; de quién,
hecho esclavo sin nombre, libera
a cuantos sufren la esclavitud.
Jesús camina decididamente por la vía del dolor, cumpliendo en carne viva, hecha
viva voz, la profecía
de Isaías: «Ofrecí la
espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a
insultos y salivazos» (Is 50, 6). Profecía que se abre
a un futuro de transfiguración.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
Fuera. El justo injustamente condenado tiene que morir fuera: fuera
del campamento, fuera de la ciudad santa, fuera
de la sociedad humana.
Los soldados lo desnudan
y lo visten: Él ya no puede disponer
tampoco del propio cuerpo. Le cargan sobre los hombros un palo, trozo pesado del patíbulo, señal de maldición e instrumento de ejecución capital.
Madero de infamia, que pesa, carga extenuante, sobre las espaldas llagadas de Jesús. El odio que lo impregna hace insoportable el peso. Sin embargo, aquel madero de la cruz es rescatado por Jesús, se convierte
en la señal de una vida vivida y
ofrecida por amor a
los hombres.
Según la tradición, Jesús vacila, por tres veces caerá bajo aquel peso.
Jesús no ha puesto límites a su amor: «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo»
(Jn 13, 1).
Obediente a la palabra del Padre -«Amarás al Señor tú Dios con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5)- Dios ha amado y ha
cumplido su voluntad
hasta el extremo.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz redimiste
al
mundo
Lector:
Las primeras estrellas que anuncian
el sábado no brillan todavía en el cielo,
pero Simón ya vuelve a casa del trabajo en el campo. Soldados
paganos, que nada saben del descanso del sábado,
lo paran. Ponen sobre sus hombros
robustos aquella
cruz que otros habían
prometido llevar cada día
detrás de Jesús.
Simón no elige: recibe una orden y aún no sabe que acoge un don. Es característico de los pobres no poder elegir
nada, ni el peso de sus propios
sufrimientos. Pero es característico de los pobres ayudar
a otros pobres,
y allí hay uno más pobre que
Simón: está a punto de ser
privado hasta de la vida.
Ayudar sin hacer preguntas, sin preguntar por qué: demasiado
pesado el peso para
el
otro, en cambio, mis hombros
aún lo sostienen. Y esto basta.
Vendrá el día en el cual el pobre más pobre le dirá al compañero: «Ven, bendito de mi Padre, entra en mi alegría:
estaba aplastado por bajo el peso de la cruz y
tú me has levantado».
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
El cortejo del condenado avanza. Por escolta:
soldados y un puñado de mujeres llorando, mujeres venidas de Galilea
a la ciudad santa con él y los discípulos.
Conocen a aquel hombre.
Han escuchado su palabra de vida, lo aman como maestro
y profeta. ¿Esperaban que fuese el liberador de Israel?
(Lc 24, 21). No lo sabemos, pero ahora lloran a
aquel hombre como se
llora a una persona
querida, como él lloró al amigo Lázaro. Él las une a su sufrimiento, una nueva luz ilumina su dolor.
La voz de Jesús habla de juicio, pero llama a la conversión; anuncia dolores, pero como dolores de parturienta. El madero verde recobrará la vida y el leño seco será partícipe
de ello.
Todos:
Ave María.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
Una colina fuera de la ciudad, un abismo de dolor y humillación. Levantado entre cielo y tierra
está un hombre:
clavado en la cruz, suplicio reservado a los malditos
de Dios y de los hombres. Junto a él otros condenados que no son dignos ya
del nombre
de hombre.
Sin embargo, Jesús, que siente que su espíritu lo abandona, no abandona a los otros hombres,
extiende los brazos para acoger
a todos, al que nadie quiere
ya acoger.
Desfigurado por el dolor,
marcado por los ultrajes, el rostro de aquel hombre le habla al hombre de otra justicia.
Derrotado, burlado, denigrado, aquel condenado devuelve la dignidad
a todo hombre:
a tanto dolor puede llevar el amor, de tanto amor viene el rescate de todo dolor.
«Verdaderamente aquel hombre
era justo» (Lc 23, 47b).
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
El lugar de la Calavera,
sepulcro de Adán, el primer hombre, patíbulo de Jesús, el hombre nuevo. El madero de la cruz, instrumento de muerte ostentada, arca de perdón concedido.
Junto a Jesús, que pasó entre la gente haciendo el bien, dos hombres
condenados por haber hecho el mal. Otros dos habían pedido estar uno a la derecha y otro a la izquierda
de Jesús, se habían declarado también dispuestos a recibir el mismo bautismo, a beber el mismo cáliz (Mc 10, 38-39). Pero ahora no están aquí, otros les han precedido en el monte
Calvario.
Uno de ellos invoca a un Mesías que se salve a sí mismo y a los dos, allí y enseguida, el otro se dirige a Jesús, para que se acuerde de él cuando entre en su Reino.
Quien comparte los escarnios de la muchedumbre no recibe respuesta, quien reconoce la inocencia
de un condenado a muerte
consigue una inmediata promesa
de vida.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
Alrededor de la cruz, gritos de odio, a los pies de la cruz, presencias de amor. Está allí, firme, la madre de Jesús.
Con ella otras mujeres, unidas en el amor alrededor
del
moribundo. Cerca, el discípulo amado,
no otros.
Sólo el amor ha sabido superar
todos los obstáculos, sólo el amor a perseverado hasta al final, sólo el amor
engendra otro amor.
Y
allí, a los pies de la cruz, nace una nueva comunidad, allí, en el lugar de la muerte, surge un nuevo espacio
de vida: María acoge al discípulo
como hijo, el discípulo
amado acoge a María como madre. «La tomó consigo entre sus cosas más queridas» (Jn 19, 27) tesoro inalienable del cual se
hizo
custodio.
Sólo el amor puede custodiar el amor, sólo el amor es más fuerte
que la muerte
(Ct 8, 6).
Todos:
Ave María.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
Después de la agonía de Getsemaní, Jesús, en la cruz, se halla de nuevo ante el Padre.
En el culmen de un sufrimiento indecible, Jesús se dirige a él, y le ruega.
Su oración es ante todo invocación de misericordia para los verdugos.
Luego, aplicación a sí mismo de la palabra profética de los salmos:
manifestación de un sentido
de abandono desgarrador, qué llega en el momento crucial, en el cual se experimenta con todo el ser a que desesperación lleva el pecado que separa de Dios.
Jesús ha bebido hasta la hez el cáliz de la amargura.
Pero de aquel abismo de sufrimiento surge un grito que rompe la desolación: «Padre, a tus manos entrego
mi espíritu» (Lc 23, 46). Y el sentido
de abandono se cambia en abandono en los brazos del Padre;
la última respiración del moribundo se vuelve grito de victoria.
La humanidad, que se había
alejado en un arrebato
de autosuficiencia, es acogida
de nuevo por el Padre.
Se hace un breve silencio, el que pueda se pone
de rodillas.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
Guía:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Todos: Que por tu santa cruz
redimiste al mundo
Lector:
Primeras luces del sábado. El que era luz del mundo baja al reino de las tinieblas. El cuerpo de Jesús es tragado
por la tierra, y con él es tragada toda esperanza.
Pero su descendimiento al lugar de los muertos no es para la muerte sino para la vida. Es para reducir
a la impotencia al que detentaba
el poder sobre la muerte, el diablo
(Hb 2, 14), para destruir
al último adversario del hombre, la muerte misma (1Co 15, 26), para hacer resplandecer la vida y la inmortalidad (2 Tm 1, 10), para
anunciar la buena nueva a los espíritus prisioneros (1 P 3, 19).
Jesús se humilla hasta alcanzar
a la primera
pareja humana, Adán y Eva, aplastados bajo el peso de su culpa. Jesús les tiende la mano, y su rostro se ilumina con la gloria de
la resurrección.
El primer Adán y el Último se parecen
y se reconocen; el primero halla la propia
imagen en aquél que un día debía venir a liberarlo junto con todos los demás hijos (Gn 1, 26).
Aquel Día ha llegado finalmente. Ahora en Jesús, cada muerte puede, desde aquel momento, desembocar en la vida.
Todos:
Padre Nuestro.
Guía:
Pequé, Señor, pequé.
Todos: Tened piedad y misericordia de mí.
ORACIÓN FINAL
Guía:
Señor, Dios nuestro, que has querido realizar la salvación
de todos los
hombres por medio de tu Hijo, muerto en la cruz, te rogamos, a quienes hemos conocido
en la tierra
este misterio, alcanzar en el cielo los premios de la redención. Por Jesucristo nuestro Señor.
Guía:
Para ganar las indulgencias concedidas al Santo Vía Crucis oremos ahora
por las intenciones del Papa, de nuestro Obispo y las necesidades de la
Iglesia.
Todos: Padrenuestro, Avemaría y Gloria.