A los Obispos de la Conferencia Episcopal de los Estados
Unidos de Norte América, reunidos en ejercicios espirituales, propuestos por el
Papa Francisco y predicador por padre capuchino Raniero Cantalamessa,
predicador de la Casa Pontificia
Importante carta del Papa Francisco a los obispos de
Estados Unidos sobre cómo combatir de los abusos
A los Obispos de la Conferencia Episcopal de los Estados
Unidos de Norte América, reunidos en ejercicios espirituales, propuestos por el
Papa Francisco y predicador por padre capuchino Raniero Cantalamessa,
predicador de la Casa Pontificia
Queridos hermanos, el pasado 13 de setiembre, durante el
encuentro que mantuve con la Presidencia de la Conferencia Episcopal, sugerí
que ustedes hicieran juntos los ejercicios espirituales: un tiempo de retiro,
oración y discernimiento como eslabón necesario y fundamental en el camino para
afrontar y responder evangélicamente a la crisis de credibilidad que atraviesan
como Iglesia. Lo vemos en el Evangelio, el Señor en momentos
importantes de su misión se retiraba y pasaba toda la noche en oración e
invitaba a sus discípulos a hacer lo mismo (Cf. Mc 14, 38). Sabemos que la
envergadura de los acontecimientos no resiste cualquier respuesta y actitud;
por el contrario, exige de nosotros pastores, la capacidad y especialmente la
sabiduría de gestar una palabra fruto de la escucha sincera, orante y
comunitaria de la Palabra de Dios y del dolor de nuestro pueblo. Una palabra
gestada en la oración del pastor que, como Moisés, lucha e intercede por su
pueblo (Cf. Ex 32, 30-32).
En el encuentro, le manifesté al cardenal DiNardo y a los
obispos presentes mi deseo de acompañados personalmente un par de días, en
estos ejercicios espirituales, lo cual fue recibido con alegría y esperanza.
Como sucesor de Pedro, quería unirme a ustedes y con ustedes implorar al Señor
que envíe su Espíritu capaz de «hacer nuevas todas las cosas» (Cf. Ap 21,5) y
mostrar los caminos de vida que, como Iglesia, estamos llamados a recorrer para
el bien de todo el pueblo que nos fue confiado. A pesar de los esfuerzos
realizados, por problemas de logística, no podré acompañados personalmente.
Esta carta quiere suplir, de alguna manera, el viaje fallido. También me alegra
que hayan aceptado el ofrecimiento que el predicador de la Casa Pontifica sea
quien guíe con su sapiente experiencia espiritual estos ejercicios
espirituales.
Con estas líneas, quiero estar más cerca y como
hermano reflexionar y compartir algunos aspectos que considero importantes, así
como estimularlos en la oración y en los pasos que dan en la lucha contra la
«cultura del abuso» y en la manera de afrontar la crisis de la credibilidad.
«Entre ustedes no debe suceder así, el que quiera ser
grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se
haga servidor de todos». (Mc 10, 43-44). Estas palabras, con las que Jesús
cierra el debate y pone luz a la indignación que se produjo entre los
discípulos al escuchar a Santiago y Juan pedir sentarse a la derecha y a la
izquierda del Maestro (Cf. Mc 10, 37) nos servirán de guía en esta reflexión
que quiero realizar junto a ustedes.
El evangelio no teme develar y evidenciar ciertas tensiones,
contradicciones y reacciones que existen en la vida de la primera comunidad
discipular; es más, pareciera hacerlo ex professo: búsqueda de los
primeros puestos, celos, envidias, arreglos y acomodos. Así también como todas
las intrigas y complots que, secretamente unas veces y públicamente otras, se
organizaron en tomo al mensaje y persona de Jesús por parte de las autoridades
políticas, religiosas y de los mercaderes de la época (Cf. Mc 11, 15-18).
Conflictos que aumentaban a medida que se acercaba la Hora de Jesús en su
entrega en la cruz cuando el príncipe de este mundo, el pecado y la corrupción
parecían tener la última palabra contaminando todo de amargura, desconfianza y
murmuración.
Como lo había profetizado el anciano Simeón, los momentos
difíciles y de encrucijada tienen la capacidad de sacar a la luz los
pensamientos íntimos, las tensiones y contradicciones que habitan personal y
comunitariamente en los discípulos (Cf. Lc 2, 35). Nadie puede darse por
eximido de esto; estamos invitados como comunidad a velar para que, en esos momentos,
nuestras decisiones, opciones, acciones e intenciones no estén viciadas (o lo
menos viciadas) por estos conflictos y tenciones internas y sean, por sobre
todo, una respuesta al Señor que es vida para el mundo. En los momentos de
mayor turbación, es importante velar y discernir para tener un corazón libre de
compromisos y de aparentes certezas para escuchar qué es lo que más le agrada
al Señor en la misión que nos ha encomendado. Muchas acciones pueden ser
útiles, buenas y necesarias y hasta pueden parecer justas, pero no todas tienen
«sabor» a evangelio. Si me permiten decirlo de manera coloquial: hay que tener
cuidado de que «el remedio no se vuelva peor que la enfermedad». Y eso nos pide
sabiduría, oración, mucha escucha y comunión fraterna.
- «Entre ustedes no debe suceder así».
En los últimos tiempos, la Iglesia en los Estados Unidos se
ha visto sacudida por múltiples escándalos que tocan en lo más íntimo su
credibilidad. Tiempos tormentosos en la vida de tantas víctimas que
sufrieron en su carne el abuso de poder, de conciencia y sexual por parte de
ministros ordenados, consagrados, consagradas y fieles laicos; tiempos
tormentosos y de cruz para esas familias y el Pueblo de Dios todo.
La credibilidad de la Iglesia se ha visto fuertemente
cuestionada y debilitada por estos pecados y crímenes, pero especialmente por
la voluntad de querer disimularlos y esconderlos, lo cual generó una mayor
sensación de inseguridad, desconfianza y desprotección en los fieles. La
actitud de encubrimiento, como sabemos, lejos de ayudar a resolver los
conflictos, permitió que los mismos se perpetuasen e hirieran más profundamente
el entramado de relaciones que hoy estamos llamados a curar y recomponer.
Somos conscientes que los pecados y crímenes cometidos y
todas sus repercusiones a nivel eclesial, social y cultural crearon una huella
y herida honda en el corazón del pueblo fiel. Lo llenaron de perplejidad,
desconcierto y confusión; y esto sirve también muchas veces como excusa para
desacreditar continuamente y poner en duda la vida entregada de tantos
cristianos que «muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado
el Dios hecho hombre» (Cf. EG 76). Cada vez que la palabra del Evangelio
molesta o se vuelve testimonio incómodo, no son pocas las voces que pretenden
silenciarla señalando el pecado y las incongruencias de los miembros de la
Iglesia y más todavía de sus pastores.
Huella y herida que también se traslada al interior de la
comunión episcopal generando no precisamente la sana y necesaria confrontación
y las tensiones propias de un organismo vivo sino la división y la dispersión
(Cf. Mt 26, 31b), frutos y mociones no ciertamente del Espíritu Santo, sino
«del enemigo de natura humana» (1), que saca más provecho de la
división y dispersión que de las tensiones y desacuerdos lógicos y esperables
en la coexistencia de los discípulos de Cristo.
La lucha contra la cultura del abuso, la herida en la
credibilidad, así como el desconcierto, la confusion y el desprestigio en la
misión reclaman y nos reclaman una renovada y decidida actitud para resolver el
conflicto. «Ustedes saben que aquellos a quienes se consideran gobernantes —
nos diría Jesús — dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los
poderosos los hacen sentir su autoridad. Entre Ustedes no debe suceder así». La
herida en la credibilidad exige un abordaje particular pues no se resuelve por
decretos voluntaristas o estableciendo simplemente nuevas comisiones o
mejorando los organigramas de trabajo como si fuésemos jefes de una agencia de
recursos humanos. Tal visión termina reduciendo la misión del pastor y de la
Iglesia a mera tarea administrativa/organizativa en la «empresa de la
evangelización». Dejémoslo claro, muchas de estas cosas son necesarias, pero
insuficientes, ya que no logran asumir y abordar la realidad en su complejidad
y corren el riesgo de terminar reduciéndolo todo a problemas organizativos.
La herida en la credibilidad toca neurálgicamente nuestras
formas de relacionarnos. Podemos constatar que existe un tejido vital que se
vio dañado y, como artesanos, estamos llamados a reconstruir. Esto implica la
capacidad — o no — que poseamos como comunidad de construir vínculos y espacios
sanos y maduros, que sepan respetar la integridad e intimidad de cada persona.
Implica la capacidad de convocar para despertar y dar confianza en la
construcción de un proyecto común, amplio, humilde, seguro, sobrio y
transparente. Y esto exige no solo una nueva organización, sino la conversión
de nuestra mente (metánoia), de nuestra manera de rezar, de gestionar el
poder y el dinero, de vivir la autoridad así también de cómo nos relacionamos
entre nosotros y con el mundo. Las transformaciones en la Iglesia siempre
tienen como horizonte suscitar y estimular un estado constante de conversión
misionera y pastoral que permita nuevos itinerarios eclesiales cada día más
conformes al Evangelio y, por tanto, respetuosos de la dignidad humana. La
dimensión programática de nuestras acciones debe ir acompañada de su dimensión
paradigmática la cual muestra el espíritu y el sentido de lo que se hace. Una y
otra se reclaman y necesitan. Sin este claro y decidido enfoque todo lo que se
haga correrá el riesgo de estar teñido de autoreferencialidad, autopreservación
y autodefensa y, por tanto, condenado a caer en «saco roto». Será quizás un
cuerpo bien estructurado y organizado, pero sin fuerza evangélica, ya que no
ayudará a ser una Iglesia más creíble y testimonial sino «campana que resuena o
platillo que retiñe» (1 Cor 13, 1).
Una nueva estación eclesial necesita, fundamentalmente,
de pastores maestros del discernimiento en el paso de Dios por la historia de
su pueblo y no de simples administradores, ya que las ideas se discuten, pero
las situaciones vitales se disciernen. De ahí que, en medio de la
desolación y confusión que viven nuestras comunidades, nuestro deber es — en
primer lugar — encontrar un espíritu común capaz de ayudarnos en el
discernimiento, no para obtener la tranquilidad fruto de un equilibrio humano o
de una votación democrática que haga «vencer» a unos sobre otros, ¡esto no!
Sino una manera colegialmente paterna de asumir la situación presente que
proteja — sobre todo — de la desesperanza y de la orfandad espiritual al pueblo
que nos fue encomendado (2). Esto nos posibilita sumergirnos mejor en la
realidad, intentando comprenderla y escucharla desde dentro sin quedar presos
de la misma.
Sabemos que los momentos de turbación y de prueba suelen
amenazar nuestra comunión fraterna, pero sabemos también que pueden convertirse
en momentos de gracia que afiancen nuestra entrega a Cristo y la hagan creíble.
Esta credibilidad no radicará en nosotros mismos, ni en nuestros discursos, ni
en nuestros méritos, ni en nuestra honra personal o comunitaria, símbolos de
nuestra pretensión — casi siempre inconsciente — de justificamos a nosotros
mismos a partir de nuestras propias fuerzas y habilidades (o de la desgracia
ajena). La credibilidad será fruto de un cuerpo unido que,
reconociéndose pecador y limitado es capaz de proclamar la necesidad de la
conversión. Porque no queremos anunciarnos a nosotros mismos sino a
Aquel que por nosotros murió (2 Cor. 4, 5) y testimoniar cómo en los momentos
más oscuros de nuestra historia el Sector se hace presente, abre caminos y unge
la fe descreída, la esperanza herida y la caridad adormecida.
La conciencia personal y comunitaria de nuestros límites nos
recuerda, como dijo San Juan XXIII que «la autoridad no puede considerarse
exenta de sometimiento a otra superior»(3) y por tanto no puede aislarse en su
discernimiento y en la búsqueda del bien común. Una fe y una conciencia
despojada de la instancia comunitaria, como si fuese un «trascendental
kantiano», poco a poco termina anunciando «un Dios sin Cristo, un Cristo sin
Iglesia, una Iglesia sin pueblo» y presentará una falsa y peligrosa oposición
entre el ser personal y el ser eclesial, entre un Dios puro amor y la carne
entregada de Jesucristo. Es más, se puede correr el riesgo de terminar haciendo
de Dios un «ídolo» de un determinado grupo existente. La constante referencia a
la comunión universal, como también al Magisterio y a la Tradición milenaria de
la Iglesia, salva a los creyentes de la absolutización del «particularismo» de
un grupo, de un tiempo, de una cultura dentro de la Iglesia. La catolicidad se
juega también en la capacidad que tengamos los pastores de aprender a
escuchamos, ayudar y ser ayudados, trabajar juntos y recibir las riquezas que
las otras Iglesias puedan aportar en el seguimiento de Jesucristo. La
catolicidad en la Iglesia no puede reducirse solamente a una cuestión meramente
doctrinal o jurídica, sino que nos recuerda que en esta peregrinación no
estamos ni vamos solos: «¿Un miembro sufre? Todos los demás sufren con él» (1
Cor 12, 26).
Esta conciencia colegial de hombres pecadores en permanente
conversión, pero también desconcertados y afligidos con todo lo sucedido, nos
permite entrar en comunión afectiva con nuestro pueblo y nos librará de buscar
falsos, rápidos y vanos triunfalismos que pretendan asegurar espacios más que
iniciar y despertar procesos. Nos protegerá de recurrir a seguridades
anestesiantes que impidan acercamos y comprender el alcance y las
ramificaciones de lo acontecido. Por otra parte, favorecerá la búsqueda de
medios aptos no ligados a vanos apriorismos ni petrificados en expresiones
inmóviles que han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres y
mujeres de nuestro tiempo (4).
La comunión afectiva con el sentir de nuestro pueblo, con su
desconfianza, nos impulsa a ejercer una colegial paternidad espiritual que no
banalice las respuestas ni tampoco quede presa de una actitud a la defensiva
sino que busque aprender — como lo hizo el profeta Elías en medio de su
desolación — a escuchar la voz del Señor que no se encuentra ni en las
tempestades ni en los terremotos sino en la calma que nace de confesar el dolor
en su situación presente y se deja convocar una vez más por Su palabra (1 Re
19, 9-18).
Esta actitud nos pide la decisión de abandonar como modus
operandi el desprestigio y la deslegitimación, la victimización o el
reproche en la manera de relacionarse y, por el contrario, dar espacio a la
brisa suave que solo el Evangelio nos puede brindar. No nos olvidamos que «la
falta colegial de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros
límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le
deja espacio para provocar ese bien posible que integra en un camino sincero y
real de crecimiento»(5). Todos los esfuerzos que hagamos para romper el círculo
vicioso del reproche, la deslegitimación y el desprestigio, evitando la murmuración
y la calumnia en pos de un camino de aceptación orante y vergonzoso de nuestros
límites y pecados y estimulando el diálogo, la confrontación y el
discernimiento, todo esto nos dispondrá a encontrar caminos evangélicos que
susciten y promuevan la reconciliación y la credibilidad que nuestro pueblo y
la misión nos reclama. Eso lo haremos si somos capaces de dejar de proyectar en
los otros las propias confusiones e insatisfacciones, que constituyen
obstáculos para la unidad (Cf. EG 96), y nos atrevamos a
ponernos juntos de rodillas delante del Señor y dejarnos interpelar por sus
llagas, en las que podremos ver las llagas del mundo. «Ustedes saben que
aquellos a quienes se considera gobernantes — nos diría Jesús — dominan a las
naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos los hacen sentir su
autoridad. Entre ustedes no debe suceder así».
- «El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos»
El Pueblo fiel de Dios y la misión de la Iglesia han
sufrido y sufren mucho a causa de los abusos de poder, conciencia, sexual y de
su mala gestión como para que le sumemos el sufrimiento de encontrar un
episcopado desunido, centrado en desprestigiarse más que en encontrar caminos
de reconciliación. Esta realidad nos impulsa a poner la mirada en lo
esencial y a despojamos de todo aquello que no ayuda a transparentar el
Evangelio de Jesucristo.
Hoy se nos pide una nueva presencia en el mundo conforme a
la Cruz de Cristo, que se cristalice en servicio a los hombres y mujeres de
nuestro tiempo. Recuerdo las palabras de san Pablo VI al inicio de su
pontificado: «Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo
que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la
amistad. Más todavía: el servicio. Debemos recordar todo esto y esforzamos por
practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó (Jn. 13, 14-17)»
(6).
Esta actitud no reivindica para sí los primeros lugares ni
el éxito o el aplauso de nuestros actos sino que pide, de nosotros pastores, la
opción fundamental de querer ser semilla que germinará cuando y donde el Señor
mejor lo disponga. Se trata de una opción que nos salva de caer en la trampa de
medir el valor de nuestros esfuerzos con los criterios de funcionalidad y
eficiencia que rige el mundo de los negocios; más bien el camino es abrirnos a
la eficacia y al poder transformador del Reino de Dios que al igual que un
grano de mostaza — la más pequeña e insignificante de todas las semillas — logra
convertirse en arbusto que sirve para cobijar (Cf. Mt 13, 32-33). No podemos
permitirnos, en medio de la tormenta, perder la fe en la fuerza silenciosa,
cotidiana y operante del Espíritu Santo en el corazón de los hombres y de la
historia.
La credibilidad nace de la confianza, y la confianza nace
del servicio sincero y cotidiano, humilde y gratuito hacia todos, pero
especialmente hacia los preferidos del Señor (Mt 25, 31-46). Un servicio que no
pretende ser marketinero o estratégico para recuperar el lugar
perdido o el reconocimiento vano en el entramado social sino — como quise
señalarlo en la última exhortación apostólica Gaudete et exsultate —
porque pertenece «a la sustancia misma del Evangelio de Jesús» (7).
La llamada a la santidad nos defiende de caer en
falsas oposiciones o reduccionismos y de callarnos ante un ambiente propenso al
odio y a la marginación, a la desunión y a la violencia entre hermanos.
La Iglesia «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de
todo el género humano» (LG 1) Lleva en su ser y en su seno la sagrada misión de
ser tierra de encuentro y hospitalidad no sólo para sus miembros sino con todo
el género humano. Pertenece a su identidad y misión trabajar incansablemente
por todo aquello que contribuya a la unidad entre personas y pueblos como
símbolo y sacramento de la entrega de Cristo en la Cruz por todos los hombres
sin ningún tipo de distinción, «ya no hay judío o pagano, esclavo ni hombre
libre, varón y mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús»
(Gal. 3, 28).
Este es su mayor servicio, más aún cuando vemos el
resurgimiento de nuevos y viejos discursos fratricidas. Nuestras comunidades
hoy deben testimoniar de modo concreto y creativo que Dios es Padre de todos y
que ante su mirada la única clasificación posible es la de hijos y hermanos. La
credibilidad se juega también en la medida en que ayudemos, junto a otros
actores, a hilar un entramado social y cultural que no solo se está
resquebrajando, sino también alberga y posibilita nuevos odios. Como
Iglesia, no podemos quedar presos de una u otra trinchera, sino velar y partir
siempre desde el más desamparado. Desde allí el Señor nos invita a ser,
como reza la plegaria eucarística Vd: «En medio de nuestro mundo, dividido por
las guerras y discordias, instrumentos de unidad, de concordia y de paz».
¡Qué altísima tarea tenemos entre manos hermanos; no la
podemos callar y anestesiar por nuestros límites y faltas! Recuerdo las sabias
palabras de madre Teresa de Calcuta que podemos repetir personal y
comunitariamente: «Sí, tengo muchas debilidades humanas, muchas miserias
humanas. […] Pero Él baja y nos usa, a usted y a mí, para ser su amor y su
compasión en el mundo, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras
miserias y defectos. Él depende de nosotros para amar al mundo y demostrarle lo
mucho que lo ama. Si nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no
nos quedará tiempo para los demás» (8).
Queridos hermanos, el Señor sabía muy bien que,
en la hora de la cruz, la falta de unidad, la división y la dispersión, así
como las estrategias para liberarse de esa hora serían las tentaciones más
grandes que vivirían sus discípulos; actitudes que desfigurarían y
dificultarían la misión. Por eso pidió Él mismo al Padre que los
cuidara para que, en esos momentos, fueran uno, como ellos dos son uno, y
ninguno se perdiese (Cf. Jn 17, 11-12). Confiados y sumergiéndonos en la
oración de Jesús al Padre queremos aprender de Él y, con determinada
deliberación, comenzar este tiempo de oración, silencio y reflexión, de diálogo
y comunión, de escucha y discernimiento, para dejar que Él moldee el corazón a
su imagen y ayude a descubrir su voluntad.
En este camino no vamos solos, María acompañó y sostuvo
desde el inicio a la comunidad de los discípulos; con su presencia maternal
ayudó a que la comunidad no se «desmadrara» por los caminos de los encierros
individualistas y la pretensión de salvarse a sí misma. Ella protegió a la
comunidad discipular de la orfandad espiritual que desemboca en la
auto-referencialidad y con su fe les permitió perseverar en lo incomprensible,
esperando que llegue la luz de Dios. A ella le pedimos que nos mantenga unidos
y perseverantes, como el día de Pentecostés para que el Espíritu sea derramado
en nuestros corazones y nos ayude en todo momento y lugar a dar testimonio de
su Resurrección.
Queridos hermanos, con estas reflexiones me uno a ustedes en
estos días de ejercicios espirituales. Rezo por ustedes; por favor háganlo por
mí.
Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.
Fraternalmente,
FRANCISCO
Ciudad del Vaticano, 1 de enero de 2019
Publicado en Eclesia
______________________
(1) San Ignacio, Ejercicios Espirituales, 135.
(2)Cf. Jorge M. Bergoglio, Las cartas de la tribulación, 12.
Ed. Diego De Torres, Buenos Aires (1987).
(3) Juan
XXIII, Pacem in terris, 47.
(4) Pablo VI, Ecclesiam suam, 39
(5) Francisco, Gaudete et exsultate, 50.
(6) Pablo VI, Ecclesiam suam, 39.
(7) Francisco, Gaudete et exsultate, 97.
(8) Madre Teresa de Calcuta, Cristo en los pobres,
37-38. Francisco, Gaudete et exsultate, 107.