Lo que Dios nos dice. “Hermanos, yo no pienso tenerlo ya
conseguido. Únicamente, olvidando lo que queda atrás, me esfuerzo por lo que
hay por delante y corro hacia la meta, hacia el premio al cual me llamó Dios
desde arriba por medio del Mesías Jesús.” Flp 3,13-14.
Es
necesario hacer un ejercicio de liberarnos de todos los lastres que nos va
dejando el paso del tiempo, y con una opción por vivir ligeros de equipaje. El
pasado ya ha pasado, y por el nada hay que hacer. Con todos sus éxitos, con
todos sus fracasos, con lo que aprendemos fruto de la experiencia, es
imprescindible concentrar nuestras mejores energías e ilusiones en el presente.
Que, con una mirada superficial, puede que se parezca demasiado a lo de siempre,
que sabe a rutina, a cotidianidad, a falta de novedad. Pero lo que no podemos
hacer es vivir atrapados en el pasado, y convertir nuestro día a día en una
nostalgia que se vuelve pesadez y parálisis.
Tras
las pérdidas del pasado, podemos vivir con la seguridad de que todo lo que ha
ocurrido ha sido para nuestro bien. Lo que cada persona, cada actividad, cada
lugar, cada circunstancia nos tiene que enseñar, siempre nos deja la huella de
lo que tenemos que aprender. Y eso siempre forma parte de nosotros. Si luego
las circunstancias cambian, y las personas se alejan, y los lugares se
modifican, lo que tenemos que agradecer es lo aprendido. Somos todo lo vivido,
todo lo reído, todo lo llorado, y sobre todo, todo lo que hemos podido amar y
dejarnos amar. Decía Karen Blixen: “Dios ha hecho el mundo redondo para que
nunca podamos ver demasiado lejos el camino.”
“Todo
tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo
de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y
tiempo de sanar; tiempo de destruir y tiempo de construir; tiempo de llorar y
tiempo de reír; tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar; tiempo de arrojar
piedras y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar y tiempo de desprenderse;
tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de desechar;
tiempo de rasgar y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo
de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz” Qohelet 3,1-8.
Tenemos
tiempo de recibir, de acaparar, de estar rodeados de personas, y de
actividades, y situaciones que nos hacen sentir ricos, satisfechos y
afortunados. Hay épocas de nuestra vida que son continuamente un abrir los
brazos y acoger todo el amor que nos llega de muchos lugares: familia, amigos,
el mundo académico, éxitos profesionales, calor afectivo, sentimiento de
utilidad, de realización. Pero hay otros momentos donde todo lo que era
ganancia, se tuerce, y comenzamos una cuesta descendente donde parece que todo
se diluye. Perdemos protagonismos, ya no somos ni imprescindibles, ni
fundamentales. Las generaciones más jóvenes nos recuerdan que el paso del
tiempo no es neutral, que vamos perdiendo vitalidad, y nuestra presencia es
prescindible. Ahí nos entra la duda sobre nuestro valor, nos volvemos
invisibles, y somos los primeros que nos preguntamos sobre nuestro valor. Dios
sale al encuentro de nuestras vidas y nos renueva lo que siente por nosotros,
lo que somos para Él:
“Y
ahora, así dice el Señor, el que te creó, Jacob; el que te formó, Israel: No
temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Cuando
cruces las aguas, yo estaré contigo, la corriente no te anegará; cuando pases
por el fuego, no te quemarás, la llama no te abrasará. Porque yo soy el Señor,
tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. Como rescate tuyo entregué a Egipto,
a Etiopía y Saba a cambio de ti; porque te aprecio y eres valioso y yo te
quiero, entregaré hombres a cambio de ti, pueblos a cambio de tu vida: no temas, que contigo estoy yo; desde oriente
traeré a tu estirpe, desde occidente te reuniré”. Is 42,1-5.
Pasamos
por verdaderos momentos de soledad, de confusión, de abandono, pero son
precisamente las circunstancias que nos recuerdan la necesidad tan real que
tenemos de Dios. Las pérdidas acumuladas a lo largo de nuestra vida no
significan que nuestras vidas no merezcan la pena, para que nadie se quede
junto a ella. Somos valiosos a los ojos de aquel que nos ha dado el gran regalo
del ser.
Cómo podemos vivirlo. Cuando perdamos algo que
valoramos mucho, no lloremos porque se terminara, agradezcamos que ocurriera, y
sobre todo nunca dudemos del valor de nuestras vidas. Somos llamados luz de las
naciones.
“Mientras
yo pensaba: En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas;
en realidad mi derecho lo defendía el Señor, mi salario lo tenía mi Dios. Y
ahora habla el Señor, que ya en el vientre me formó siervo suyo, para que le
trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel, tanto me honró el Señor, y mi
Dios fue mi fuerza: Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de
Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones,
para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra. Is 49,4-6.