7 de diciembre de 2012

Testimonio de las Contemplativas

Por
La Vigilia de La Inmaculada se celebra con gran solemnidad.
Un grupo del equipo preparatorio de una parroquia, nos han pedido a las contemplativas que les enviemos un testimonio de nuestra vida, de toda vida contemplativa y queremos compartirlo con toda la Familia. Dicho testimonio, servirá como introducción al primer misterio del rosario: La Resurrección del Señor.

Testimonio de las Contemplativas
La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado! Los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza del cielo, hacia el cual se encaminan como miembros del pueblo de Dios peregrino en la Historia. Esto nos impulsa necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel gozoso anuncio que da sentido a toda nuestra vida. Porque quien ha “visto” ha Cristo Resucitado, se llena de alegría y recibe la capacidad de anunciarlo gozosamente a los demás.
Desde nuestra vocación contemplativa en la Iglesia, vida de fe, esperanza y amor, corremos al encuentro del Señor Resucitado para anunciarlo a todos los hombres y mujeres con el grito silencioso de una oración incesante en intercesión permanente por el mundo entero. Nos sabemos llamadas y urgidas a dar la vida, como María mujer de fe, en la profunda y serena alegría de pertenecer a Dios totalmente, conscientes, también como Ella, de la pobreza que tenemos, pero igualmente sostenidas por el don que recibimos. Llevamos este tesoro en vasijas de barro; el Amor divino acontece en nuestra fragilidad.
La contemplación del rostro de Cristo nos mantiene en adoración continua para ser transparencia de su Amor no sólo en los momentos de oración, sino también en el trabajo diario. Nuestras comunidades también acogen con sencillez y discreción a cuantos buscan al Señor en el silencio. Como nos decía Juan Pablo II, nuestros monasterios son comunidades de oración en medio de las comunidades cristianas a las que prestan apoyo, aliento y esperanza. Experimentamos constantemente en la fe, la fecundidad de nuestras vidas. Nuestros hermanos, los hombres y mujeres, sabiéndolo o no, tienen hambre y sed de Dios. Lo constatamos en todos aquellos que se acercan a nuestros Monasterios. En esta Vigilia de la Inmaculada, compartimos con todos vosotros uno de los muchos testimonios que recibimos de ellos: “…a partir de ahora mi vida se divide en dos: antes de estar en el Monasterio y conoceros, y después de ello. Por eso quiero expresar mi profunda gratitud a Dios y a vosotras comunidad orante…”
Como en María, Dios hace maravillas en cada uno de nosotros. La fiesta de la Inmaculada, dentro de la dinámica del Adviento, nos dice que lo realizado en María por pura gracia de Dios, es el plan de Dios en cada uno de nosotros. En Ella lo hizo desde el principio, en nosotros desde el bautismo. En María, victoriosamente, pero no sin dolor y con pruebas; en nosotros mediante un proceso de conversión.
María, desde el silencio de la fe, mora en Dios y se convierte en morada de Dios, en Madre de Dios. Es presencia humilde, toda ella es escucha, acogida plena al plan de Dios y desde esta apertura puede decir en abandono confiado: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Como María, nuestra vida está escondida en Dios por el recogimiento y la oración, es una vida de inmolación por la práctica de la obediencia, de la renuncia a nosotras mismas y de un celo lleno de ardor por la salvación del prójimo.
Ante el gran reto de la nueva evangelización, como miembros de un Cuerpo vivo, nos sentimos responsables de la suerte de tantos cristianos que han perdido la fe, y de tantos hombres y mujeres que no creen. Poderoso es Dios para hacer resplandecer la gloria de Cristo resucitado en el rostro de la Iglesia orante, y convertirla en un signo elocuente de su presencia en el mundo, así como de su amor personal por cada ser humano. “Porque para Dios nada hay imposible”.

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