15 de abril de 2012

Domingo 2º Pascua

Por
15-4-2012
Monasterio Sagrada Familia, Oteiza (Ramón Sánchez-Lumbier)

Un mundo nuevo es posible según el corazón de Dios. Celebramos a Jesús Resucitado que fundamenta y da pleno sentido a la vida y al universo. Con el fuego de su Espíritu graba el amor de Dios en el corazón de sus hermanos. “Porque es eterna su misericordia”.
Festejamos con gozo el “domingo de la Divina Misericordia”. El Papa Juan Pablo II quiso que se le llamara así. Decía: “Es menester que la Iglesia de nuestro tiempo adquiera conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión, siguiendo las huellas de Cristo y de sus Apóstoles”. Otro experto en la fe ha dejado escrito: “He leído y estudiado mucho la Sagrada Escritura y me consuela poder constatar que las palabras que más se repiten referidas a Dios son la misericordia, la piedad, la compasión” (J. Lagrange). Y un reciente autor de espiritualidad cristiana sostiene: “Hay una hermosa expresión en los Evangelios que aparece tan sólo doce veces y que se usa exclusivamente en referencia a Jesús o a su Padre. Esta expresión es Movido a compasión. Se trata de un movimiento a nivel de las entrañas, donde se localizan las emociones más íntimas e intensas” (H. Nouwen). “Jesús no solo dijo: Sed compasivos como mi Padre es compasivo, sino que además fue la encarnación concreta de esa compasión divina en nuestro mundo” (id.).
¡Bien, hermanas! ¿Os imagináis aquel atardecer? Él se les hace presente e insiste en que es el de siempre, de carne y hueso, sencillo, amigo, Hermano y Maestro. Ahora vive resucitado y vuelve a ellos ofreciéndoles su gozo y su paz. Se cumplía, con mayor nitidez, la ardiente esperanza: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el Sol que nace de lo alto...”. ¿Precisamos proceso de iluminación? Tomás es buen ejemplo: no le basta el testimonio de los otros; quiere tocar, sondear identidad, meter dedos y mano en las llagas de quien fue crucificado. Jesús, revelación personal de “la Divina Misericordia”, condesciende y vuelve a los ocho días, también en domingo. Tomás verá y adorará a Jesús Resucitado: "¡Señor mío y Dios mío!". ¡Bien por Tomás! "¡Dichosos los que crean sin haber visto!", sentenciará el Señor.
A lo más íntimo de cada uno quiere llegar la mirada y la llamada del Señor. Somos gente agraciada por la fe en Jesucristo, “muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación”. No lo hemos visto ni oído, no lo hemos podido tocar, pero compartimos el gozo y el riesgo de abrazarnos, en la fe, con el Señor y con los hermanos. ¡Dichosos nosotros! Sí, el que cree, espera y ama “¡ha nacido de Dios!". “¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!” (cf. salmo resp.).
La primera lectura describía el ideal de la Iglesia de Jerusalén en tiempos de los apóstoles: creían en Jesús Resucitado, tenían un solo corazón y una sola alma, eran constantes en la oración y en la “fracción del pan”, lo poseían todo en común, proclamaban que “Jesús es el Señor”, bautizaban, perdonaban los pecados y servían salud y esperanza. Por su testimonio, muchos se incorporaban al grupo de los creyentes en Jesucristo. “¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!”
¡Ésta es nuestra fe! La celebración del misterio pascual, por el inmenso amor con que Dios nos ama, además de avivar el gozo de sabernos renacidos en la Resurrección de Jesucristo, puede transformarnos en auténtica comunidad cristiana. Su “divina misericordia” suscita y promueve la fe en Él. Y esta fe lleva al testimonio de la oración ardiente y del servicio fraterno, del amor solidario y del perdón al enemigo. Sí, “¡dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!” Unidos en la misma fe, solidarios de todos, caminamos por el mundo con una “esperanza viva”. El mismo Dios nos irá configurando como “cuerpo místico de Cristo”. Por gracia podremos gustar mejor el perdón de Dios y el gozo de la fraternidad. Su santo Espíritu nos transforma en luminoso hogar de paz, como “familia de hijos de Dios”, al servicio de todos.
No hay Pascua sin amor compasivo. El amor de Dios no tiene fin. Nos lo ha manifestado, de una vez por todas, en la entrega del propio Hijo. “¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!” Lo expresamos también hoy, a los ocho días de la Pascua. Lo viviremos de modo nuevo durante todo el tiempo pascual: siete semanas, signo de plenitud.
Además, la Pascua del Señor está presente en el corazón que busca y que sufre, en el que ora confiado, en el que se desvive por los otros, en su Palabra de vida y salvación, en cada sacramento, en la liturgia de la Iglesia, en el prójimo, en el necesitado, en el amor de todos y de cada uno. Porque el Señor vive y vivifica todo. “¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!”.
Al igual que la comunidad primera de los apóstoles, la Iglesia de hoy, reunida en torno al Resucitado, se siente recreada por el Espíritu de Dios para vivir y transmitir el gozo del Evangelio. Aquí y ahora podemos experimentar cómo el Señor nos da su paz y nos envía como testigos y servidores de vida nueva, en gozo y generosidad. La Eucaristía siempre es Pascua. “¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!”. “Él ha resucitado y está vivo entre nosotros. Él viene a comer con sus hermanos y hermanas tristes: los pobres, los enfermos, los ‘ilegales’, las prostitutas, los presos… para que veamos que no es un fantasma, para que apostemos por la vida. Yo os invito a celebrar la vida… Acerquemos nuestra copa a la copa del Resucitado. ¡Celebremos la Vida, celebremos la Resurrección!” (De un “pregón pascual” sobre texto de Karl Rahner, s.j.).
Sí, hermanas y amigos: lo hacemos ahora con asombro y gratitud, compartiendo la misma fe apostólica en este domingo de la Octava de Pascua.

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