30 de octubre de 2011

Domingo 31

Por
Monasterio Sagrada Familia (Oteiza de Berrioplano)
Texto-homilía del Capellán, Ramón Sánchez-Lumbier
AMOR-ESCUCHA-OBEDIENCIA-SERVICIO-AMOR

El evangelista Mateo nos presenta hoy a Jesús enfrentado, de nuevo, con los fariseos. El Señor condena la hipocresía y doble moral de aquellos líderes religiosos.
Pecado es querer satisfacer propios caprichos a costa de otros. Ante tanto farsante de ayer y de hoy, Jesucristo nos pone en guardia: “no hagáis lo que ellos hacen…; el primero entre vosotros sea vuestro servidor” (cf. ev.).
Jesucristo, Buen Pastor y modelo de pastores, se hizo servidor hasta entregar su vida. Qué diferencia con los falsos pastores que actúan para ser vistos y aplaudidos. Jesús invita a hacer siempre el bien, con humilde corazón. El Evangelio y la enseñanza de la Iglesia dejan claro que la autoridad ha de ejercerse con amor y como servicio.
La comunidad cristiana, la Iglesia, se hace más creíble si obedece sólo a su único Señor, si celebra con gozo la fe, si se entrega ella misma en verdad al ofrecer al mundo el Evangelio de la gracia de Dios. ¿Pero así se solucionará todo? No somos ingenuos. Hay que padecer mucho para la transformación de personas, comunidades y estructuras.
A los cristianos nos ha tocado en suerte la gracia de ser hermanos. Se nos pide vivir como tales. Los distintos dones y ministerios son para servir a la auténtica comunión que busca su plenitud. Nos interesa, sí, que haya buenos y competentes sacerdotes y religiosos/as, que muestren la dicha de vivir ya en este mundo las “bienaventuranzas” de Jesucristo. Gente así es “bendición” para el mundo, aunque no sea siempre adecuadamente reconocida.
Nos fijamos en el ejemplo de Pablo (cf. 2ª lect.): contrasta su testimonio con el de los falsos pastores, ridiculizados por el profeta Malaquías (cf. 1ª lect.), y con el de los fariseos denunciados por Jesús. Pablo, apasionado por el amor de Cristo, vive desprendido y dispuesto para llevar a todos la Buena Noticia. ¿Dónde radica el secreto de su ardor y vigor? Lo sabéis bien: ha creído y cree en el amor de Dios manifestado en Jesucristo. Vive de la fe en el Señor y lo proclama y lo celebra gozosamente y actúa en consecuencia, totalmente entregado al Evangelio.
Entre nosotros, todos los niños se hallan escolarizados y cada vez son más los jóvenes que cursan estudios universitarios. La gente se especializa en muchas cosas porque todo parece poco en sociedad tan competitiva. ¿Por qué no hacer algunas preguntas?: ¿se aprende también, y con pasión sin igual, a vivir como personas, desde la más honda verdad de uno mismo?, ¿les interesa saber a los hombres y mujeres de hoy que somos hijos de Dios?, ¿buscamos, con gozo y esperanza, los caminos que llevan a la meta de la gloria prometida?
Añado otras cuestiones: ¿es posible disfrutar lo mejor de la vida sin apenas recursos económicos?, ¿nos hace dichosos compartir los bienes?; envueltos en tensiones y conflictos, ¿cómo vivir y educar para la armonía interior y la paz social?, ¿aprenderán otros lo que más importa, si lo que predicamos y esperamos no refleja, entre nosotros, amistad y comunión, libertad, justicia y paz?, ¿qué Dios intuyen y pueden conocer, al vernos vivir, trabajar, rezar, gozar y sufrir?
El Evangelio interpela a los pastores de la Iglesia y a todos los bautizados, como también a toda persona. Sería un error pensar que estas denuncias y enseñanzas de Jesús valen sólo “para los demás”. A todos nos acechan vicios y deformaciones, como son la mentira, el fingimiento, el formalismo, el orgullo, la arrogancia y la injusticia.
No está de más examinarse y ver cómo conseguimos que nuestras actuaciones, grandes o pequeñas, sean un ejercicio de amor fraterno, un verdadero servicio desempeñado en el nombre del Señor para bien de sus hijos.
Somos seguidores del único Pastor y Maestro, Jesucristo. Acojamos, de buen grado, la invitación a vivir con su estilo: sencillo, fraternal, gozoso, servidor, original, expresivo de la mejor humanidad, la de los verdaderos hijos de Dios. Cualquier esfuerzo en este sentido valdrá la pena. Y, por el Espíritu, aportará al mundo alegría, fraternidad y paz. Y, con ellas, la viva esperanza de la perfecta comunión con Dios.

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