23 de octubre de 2011

Domingo 30

Por
23-10-2011 DOMUND
Monasterio Sagrada Familia (Oteiza de Berrioplano)
Texto-homilía del Capellán, Ramón Sánchez-Lumbier
AMOR-ESCUCHA-OBEDIENCIA-SERVICIO-AMOR

“Estos diez mandamientos se encierran en dos”. Expresión familiar, al menos “de oídas”; otra cosa es vivir lo que quiere decir. Convertirnos al amor de Dios y del prójimo sigue siendo llamada universal. Al celebrar la Eucaristía, Jesucristo actualiza para todos el amor del Dios que tanto nos ama. Su Palabra nos ayuda a pensar y a rezar, a recibir amor, a experimentar su riqueza, a vivirlo y proclamarlo.
¿Hemos experimentado ya aquello de que “hay más felicidad en dar que en recibir”? Compartir lo que se tiene, aunque necesario para vivir, es lo más humano, concreción máxima del amor, es un obrar semejante al del mismo Dios. La verdadera caridad es la mejor evangelización: viene de Dios y lleva a Dios. El Padre nos entregó por amor a su Hijo Jesús. Él es el Enviado y Salvador. Él es la Vida que nos hace vivir con la dignidad de los hijos, beneficiarios y testigos de su amor. Jesús de Nazaret dejó claro que no se puede separar el amor a Dios del amor al hombre: “estos dos mandamientos sostienen la ley y los profetas”.
Pero ya en la Antigua Alianza Yahvé-Dios hizo ver que no sólo quería la fiel correspondencia del Pueblo a su amor en sentido, diríamos, “vertical”. Ese amor implicaba también, una esencial dimensión “horizontal”. Por fidelidad a su Dios-Libertador, todos los miembros del Pueblo tenían que amarse entre sí y abrirse al amor concreto de forasteros, extranjeros, pobres y necesitados (cf. 1ª lect.). En realidad, no se puede amar a Dios sin amar a los hombres. Amar al prójimo significa salir de uno mismo y del propio ámbito de intereses para “aproximarse” al otro (cf. parábola del Buen Samaritano: Lc. 10, 30-37).
¿Cuál es la “regla de oro” del convivir humano? Aquello de “no quieras para otro lo que no quieras para ti” y, en positivo, “haz con otro lo que quieres que hagan contigo”, fue captado hace tiempo por diversas culturas. Tiene su dificultad para aplicarse realmente, e incluso a la hora de definir y reconocer, en concreto, quién es el “otro”, quién es el “prójimo”.
Como ayer, también hoy se dan excusas por doquier. Los fariseos, que ya habían querido poner a Jesús en apuros con la pregunta sobre el tributo al César, vuelven a la carga: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” (cf. ev.). La tradición los había multiplicado de forma desorbitada y no era fácil orientarse. De nuevo, la pregunta era una trampa. Jesús respondió con una de las citas más ricas del Deuteronomio: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Y, como sabía que el amor a Dios no es real mientras no se traduce en amor a los demás, añadió la cita del Levítico: “amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (cf. ev.)
Hermanas y amigos: sí, son los dos mandamientos fundamentales de la Ley. Y, según Jesús-el-Maestro, son “semejantes”. Nos toca ahora responder de corazón: ¿es el amor a Dios y al prójimo nuestra mejor ley y meta?, ¿es el Mandamiento del Señor el decisivo sentido de nuestra vida? Amar a Dios ¿no implicará sabernos antes amados por Él y aceptar a todos los que Él ama? En ese amor de Dios, que nos creó “a su imagen y semejanza”, radica la dignidad de toda persona, de todo “prójimo”.
Los santos se supieron amados por Dios. Rebosando de vida por la fe en Jesucristo, adoptaron esa actitud espiritual básica por la que ya no se sabe vivir sin amar. Y hoy, como seguidores de Jesús y deseando imitar su ejemplo, hay por todas partes personas que transparentan el amor de Dios. Pasaba ya en los primeros días del cristianismo. Lo refleja de maravilla la segunda lectura: “seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes... Vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca”. Sí, eso es participar de lleno en la misión de Jesucristo, eso es ser Iglesia viva, evangelizada y evangelizadora. A eso nos anima la actual jornada del Domund. A eso nos llama también hoy el Señor Jesús a quien, con palabras y sentimientos del salmista, podemos invocar como “mi roca, mi alcázar, mi libertador” (cf. resp.).
Sí, Dios es “mi roca”. Sin Él, sin auténtica relación con Él, sin su amor y sin amor al prójimo, la vida humana carece de cimiento firme. En la Eucaristía, “fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia”, se ofrece sin cesar el fundamento del quehacer pastoral para la Iglesia entera. El cristiano, cuando contempla y acoge a Jesús, no puede menos que ofrecerse, “con Él, por Él y en Él”, para dar la vida por los hermanos, especialmente por los más necesitados. Porque, como “gente de Cristo”, esencial a nuestra común vocación y misión, es orar por todos, atender y promover integralmente las justas necesidades y demandas de cada persona, de todos los pueblos.
Con Santa María, Madre del Amor Hermoso y Reina de los apóstoles, demos gracias a Dios. Ella, Mujer creyente y eucarística, interceda por nosotros, copartícipes por la fe del gozo de Jesucristo, “fruto bendito de su vientre”. Sí, Él, sólo Él, es el Pan vivo bajado del cielo y partido para la vida del mundo, Pan de vida eterna que el Padre nos da. Confiando, pues, en el Padre común, deseemos vivamente nos vaya haciendo, por su Santo Espíritu, “a imagen y semejanza” del propio Hijo, Hermano universal, Luz de las gentes y único Redentor del mundo.

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