10 de abril de 2011

5º Domingo de Cuaresma

Por
Monasterio Sagrada Familia. Oteiza de Berrioplano (Navarra)
Texto-homilía del Capellán, Ramón Sánchez-Lumbier

Palabras y hechos para la vida y la esperanza. Curación y redención para heridas, miserias, pecados y muertes. Respetamos los sentimientos de cada uno. Pero no podemos callar. Porque “del Señor viene la misericordia, la redención copiosa”, porque “mi alma espera en el Señor, espera en su palabra” (cf. salmo resp.).
Desde la sabiduría y corazón del mismo Dios revelado en Jesucristo, desde la verdad más profunda del ser humano, lo mejor a nuestro alcance es ofrecer fundados motivos de esperanza, compartir el dolor del hermano, aliviar cuanto se pueda, asumir y ayudar a asumir el enigma de nuestra común condición.

El eclipse del sentido de Dios y la no valoración del carácter sagrado de toda vida humana conduce al materialismo. En las conciencias y en las leyes. Se corre el peligro de identificar el bien con el disfrute de los sentidos, la posesión abundante y el poder. Se extiende una cultura de indiferencia ante las grandes cuestiones: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿qué debo y puedo hacer? Mas, siendo sinceros, ¿quién no se ha formulado alguna vez preguntas como éstas?: ¿terminará todo en cenizas o en despojos del sepulcro?, ¿qué será de los que mueren de tantos modos, horribles o no?, ¿qué será de mí?

Hermanas y amigos, ¿cómo expresar el sentido que subyace en el dolor inevitable, si no alimentamos con fe y esperanza la perspectiva de la vida eterna? El valor sagrado de toda vida humana hunde sus raíces en el Dios de la Vida, Creador y Padre. Nos hizo “a imagen y semejanza suya” y, en comunión con los otros, podremos llegar a la plenitud de la vida. Porque Dios es “Dios de vivos”, Creador de vida y Padre de misericordia. Y los bautizados en la Pascua de Cristo somos discípulos y amigos de Jesús. Él fue por delante, nos ilumina y conforta con su Espíritu. El Hijo fiel, que nos anticipó su gloria en el monte de la Transfiguración, el que es “Fuente de agua viva” y “Luz del mundo” (cf. evs. domingos anteriores) es también “la Resurrección y la Vida”. ¿Creemos esto?

Que cada uno se sienta interpelado por la declaración y pregunta que Jesús formuló a Marta: “¿Crees esto?” Era en Betania, donde iba a descansar y gozar con la amistad de aquellos tres hermanos. Ahora hacían duelo. La escena llegaba a su cumbre. Marta se le lamenta confiada: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Y Jesús le pide un salto vital, el de la fe: “Tu hermano resucitará”…, “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?”. Fueron al sepulcro y, ante la tumba de Lázaro, Jesús “se echó a llorar”. La gente se dio cuenta de cómo le quería… Fijaos, hermanas; creedlo, amigos todos: Jesús nos quiere y llora por nuestras desgracias y muertes. Pero hay más. Porque él es más y porque sólo él puede hacer más. El mensaje central de la Palabra de Dios, también hoy, no son los pecados, ni las muertes, ni las penas, lágrimas y dolores compartidos.

La Buena Noticia es siempre Jesucristo (cf. ev.). Dijo entonces y nos dice hoy: “Yo soy la Vida”, “Yo soy la Resurrección”. En él se ha cumplido la promesa de Yahvé: “abriré vuestros sepulcros y pondré mi Espíritu en vosotros” (cf. 1ª lect.). Por supuesto, la resurrección de Lázaro era entonces sólo un prodigioso retorno a la vida para volver a morir. No obstante, se muestra ya como un signo de la Pascua de Jesús, de la victoria final, anticipada también en la persona de Marta, “resucitada” en espíritu por la fe, la esperanza y el amor: “¡Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios Vivo!”.

En su Mensaje para esta Cuaresma, escribe el Papa: …se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe, todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.
El recorrido cuaresmal –sigue diciendo el Papa- encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.

Volvamos, hermanas y amigos, a la Palabra de Dios. Con lógica de fe, concluye san Pablo (2ª lect.): “si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu”. Y, por todo ello, quisiera que todos pudiésemos decir de verdad: creo que el hecho supremo no sucede en viernes sino en domingo. La pasión, muerte y entierro son humanos desfiladeros que desembocan en el esplendor de la Pascua.

Sí, en estos momentos y en toda hora, ante el dolor causado por la muerte y cuando el silencio sordo ahogue las preguntas, sea el Espíritu de Dios quien nos introduzca más en la comunión con Jesús: confianza y escucha, adoración y entrega, esperanza y amor. Como sucedió con Marta y María, hermanas de Lázaro. Encontrarnos con Jesús Resucitado en la Eucaristía ilumina la vida y la muerte, enardece el corazón, hace testigos de su amor al Padre y a los hermanos. Y, si el amor verdadero cree y espera siempre, ningún fiel cristiano debería salir de la misa dominical sin saberse “regenerado a una esperanza viva por la resurrección de Jesús de entre los muertos” (cf. 2ª lect.).

Ahora, pues, con gozoso asombro, demos gracias a Dios, profesemos juntos la fe apostólica, vivamos ya como resucitados y servidores del evangelio de la vida y del amor.

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