13 de marzo de 2011

La Cuaresma, un camino de alegría

Por
Primer domingo de Cuaresma, A
13 de marzo de 2011
Mt 4,1-11

Antes de la escucha de la Palabra de Dios, antes de las ofrendas, antes de la comunión, la misa tiene un comienzo humilde: recordarnos que somos pecadores. No es una humillación que te aplasta, sino que es la que te permite recomenzar. La liturgia de cuaresma comienza con una afirmación impopular, que es quizás la que nos ha colgado a los cristianos el sambenito de tener una fe oscuran¬tista. La afirmación es que necesitamos convertirnos porque somos indigentes.
El salmo responsorial del primer domingo de cuaresma dice preci¬samente: “reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado” (Sal 50). Y, sin em¬bargo, si el pecado (y todos nuestros fracasos y limitaciones) tuviese la palabra última y fatal, eso sería lo triste.
Eso del pecado y eso de ser pecadores no es un “tic” cristiano, sino una realidad patente. El cristiano le pone nombre, lo reconoce, y le ofrece una solución, pero el pecado no es invención del cristianismo. Pensemos en la generosa gama de corrupciones, inmoralidades, violaciones, robos, homicidios, injus¬ticias, depravaciones... Pensemos en todos esos sucesos que llenan hoy día las páginas luctuosas. Estas cosas son pecado, pero no existen porque los cristia¬nos las cataloguemos como tales, sino justamente al revés: porque se dan, por eso las llamamos pecado y las ponemos un nombre.
No obstante, si sólo llegásemos a denominar nuestro fracaso, nuestros fallidos intentos de ser felices sin ofender, sin manchar, sin machacar, el cristianismo sería cruel por advertirnos anticipadamente de un mal que no tiene cura, de algo que realmente no tiene solución. Pero este es precisamente el núcleo del acon¬tecimiento cristiano: que la salvación, la felicidad, la superación de todo pecado, de todo fracaso y de toda muerte se llama Jesucristo.
Por eso, el salmo 50 continúa diciendo: “crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme... devuélveme la alegría de tu salvación”. Efectivamente, el mensaje de la cuaresma cristiana no es la condena a un terrible paredón, sino precisa¬mente la más grande, la más inesperada y la más inmerecida de las amnistías.
Comienza la cuaresma. Es el desierto de todas nuestras tentaciones en donde se nos salva de la soledad librándonos de nuestras seducciones funestas. Comienza un tiempo de penitencia, de ayuno y de oración, para prepararnos a la acogida renovada de la Luz pascual que viene a iluminar todas nuestras oscuridades, la acogida de la salvación del Hijo de Dios en cuyas heridas todas las nuestras han sido curadas, la acogida de la victoria del Resucitado que viene a triunfar sobre todas nues¬tras muertes. Por eso, paradójicamente... la cuaresma es camino de alegría.

Jesús Sanz Montes, ofm
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